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Morir de frío

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En este gélido invierno austral de 2012, han muerto de frío en las calles de Santiago de Chile, cerca de una veintena de individuos, hombres y mujeres adscritos al equívoco sustantivo de vagabundos, o gente de la calle, denominación que les define como habitantes de la urbe que carecen de hogar y de refugio, pese a que existan diversas organizaciones e iniciativas para prestarles albergue y cobijo, como su homónima Gente de la Calle, institución cuyos gestores luchan día a día por ampliar su cobertura asistencial en dos frentes, el público y el privado.

Mi amigo Javier me aclara que no es lo mismo morir de frío que morir congelado. Sobre esta última variante suelen citarse ejemplos heroicos, como el de Robert Falcon Scott, en su Expedición Terra Nova (1910-1913). Durante esta segunda aventura, Scott encabezó un grupo de cinco hombres que alcanzaron el Polo Sur, el 17 de enero de 1912, aunque sólo para encontrarse con que habían sido precedidos por la expedición noruega de Roald Amundsen. En su viaje de vuelta, Scott y sus cuatro camaradas perecieron por una combinación de agotamiento, hambre y frío extremo, cuyo fin queda consignado en su diario de viaje: “Parece una pena, pero no creo que pueda seguir escribiendo. Por Dios santísimo, cuiden de nuestra gente”.

El cuerpo de Scott, junto con los de Wilson y Bowers, fueron hallados por una avanzada que salió en su busca desde cabo Evans, ocho meses después. Todos habían muerto en el interior de la tienda donde descansaban. Hallaron allí también notas científicas, documentación personal y muestras de valor científico que habían recogido; y, junto a Scott, su diario, que permanecía intacto, como si también sus palabras se hubiesen congelado para la posteridad.

Se habla en estos casos de “muerte azul”, o “muerte dulce”, porque la hipotermia aguda por congelamiento adormece inexorablemente todos los sentidos de la víctima, provocándole un final exento de padecimientos físicos. Se trata de una opinión desde la “otra orilla”, basada en principios fisiológicos, presumiendo que la angustia del último trance se haya también petrificado al ritmo de las células heladas.

Pero hoy y aquí estamos en presencia de otra realidad, no asociada a la voluntad de las víctimas, como fuera el caso de exploradores y aventureros, sino provocada por el abandono, la miseria y la incuria de una sociedad impasible frente a sus más desvalidos semejantes. No bastan las iniciativas y los anuncios alegres, menos ese consuelo perverso de la estadística, que pretende minimizar la miseria de otros sobre la base de guarismos comparados. “Estamos mejor que antes”, “El año pasado murieron tantos; ahora llevamos un 18% menos”, y otras conclusiones de parecido jaez.

No, insiste Javier, no es lo mismo perecer de frío en los desolados rincones de la gran urbe, tapados con plásticos o cartones, en un abandono que ni siquiera los animales –aquellos que se supone inferiores según la escala de los humanos- padecen. Esto es, ni más ni menos, un atroz e injustificable crimen social, cometido a diario y en completa impunidad. Y me cuenta de la pronta habilitación del Estadio Víctor Jara, como albergue “oficial” para cobijar a los menesterosos de la calle y protegerles de las inclemencias del tiempo. Lo más curioso, y en verdad chocante, es que el gobierno de turno asignará esta tarea a los militares chilenos, a través de brigadas especiales hoy en ejercicio.

¿Alguien ha reparado en la feroz elocuencia de los símbolos? En el recinto donde fueran ultimados, en forma aleve y brutal, centenares de compatriotas, entre los que figura y sobresale el cantautor Víctor Jara, a quien le mutilaran sus manos de guitarrista, van a ejercer este remedo de piedad estatal sustitutos uniformados de los represores de ayer. ¿Lavado de imagen? ¿Reconciliación de los defensores en armas del poder económico con los desheredados? La burocracia quiere vestirse de samaritana, a cualquier precio, y no escatima disfraces.

La hipotermia y el desenlace final de los vagabundos son también asuntos del Estado, cuestiones de política social que jamás van a ser erradicadas sólo por iniciativas humanitarias, por loables y dignas de apoyo que éstas sean. Si se nos muere de frío el prójimo, es posible que los veintiún gramos de nuestra alma estén ya congelados.

En elquintopoder.cl, Alberto Harambour escribe, como testigo vivo de lo que ocurre hoy en las calles de nuestra pretenciosa capital:

«Anoche me detuve a conversar con un hombre que vive en el Parque Juan XXIII de Ñuñoa. Eran más de las 22.30 horas y logré que Juan aceptara, en vista del frío que se venía, que lo recogiera el Plan Noche Segura para llevarlo a un albergue. He visto la propaganda, y tenía anotado el teléfono, que ha circulado profusamente por las redes sociales. Llamé, y me encontré con que el servicio telefónico era de Salud Responde. El telefonista del Ministerio de Salud definió su servicio así: somos “el nexo del Plan Noche Digna del Ministerio de Planificación Social”, que a su vez tiene un convenio con el Hogar de Cristo, el que, dependiendo de las rondas pasaría a alguna hora a recoger a la persona involucrada (…). Esta mañana escucho de un nuevo muerto de frío. Hoy fue en Independencia, como ayer. Juan sigue en el Parque Juan XXIII. No sé si va a despertar».

La madrugada del domingo murieron otros dos indigentes, en una comuna del Gran Santiago, cerca de donde, a las 22:00 horas del sábado, no había cupos para cenar en los más concurridos restaurantes.

La hipotermia y el desenlace final de los vagabundos son también asuntos del Estado, cuestiones de política social que jamás van a ser erradicadas sólo por iniciativas humanitarias, por loables y dignas de apoyo que éstas sean. Si se nos muere de frío el prójimo, es posible que los veintiún gramos de nuestra alma estén ya congelados.

*Edmundo Moure Colaborador Fundación Gente de la Calle

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