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Bajo el pavimento, ayer hubo vida

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Debajo del pavimento había vida

Existen situaciones que, por cotidianas, transcurren inadvertidas.  Las vemos pero no miramos, las vivimos pero no nos detenemos a comprender su impacto en nuestra existencia.  Incluso en nuestras percepciones.

Los efectos de la artificialización en los ecosistemas es ejemplo de ello.  Avanzamos interviniendo territorios, necesario dada nuestra dependencia de la naturaleza, pero a niveles en que éstos dejan de cumplir sus funciones originarias y entregar servicios para nuestra propia vida de calidad, actual y futura.

Muestras hay por montones.


Sí, el pasto, ese simple pasto que crece sobre la tierra, permite absorber el calor, retener el agua y liberarla cuando se necesita, y generar minúsculas áreas de sombra.  Ese pasto tiene una función que cumplir.  Existamos o no nosotros.

Periódicamente en Chile somos notificados de la tragedia en que se transforman los aluviones que bajan de las cumbres y que, arrastrando todo a su paso, arrasan con caseríos, viviendas, bloquean carreteras.   Escrutando el cielo con consternación, no son los suficientes quienes relacionan el cambio de uso de suelo de las laderas (tala de bosques y vegetación nativa mediante) con la fragilidad de estos ecosistemas ante eventos pluviales extremos.  Los árboles antes ahí presentes, mediante múltiples y complejas interrelaciones, han evitado desde tiempos inmemoriales que el agua acumulada vaya sumando escombros y material que irá devastando todo en su tránsito sin obstáculos cerro abajo.

Porque los bosques en las montañas son mucho más que muebles, tablones, paneles o leña.

Hemos ido dejando múltiples entornos destruidos sin apreciar, siquiera, del importante rol que cumplen.  Y vamos así, ciegos por nuestro optimismo tecnológico (asumiendo que tecnología es fundamentalmente artificialización), dejando heridos y muertos en nuestro camino hacia lo que llamamos progreso y desarrollo.

Preocuparnos de esto, de comprender que la naturaleza no es sólo un recurso al cual echar mano (malamente, incluso), es necesario hoy más que nunca.  O, mejor dicho, porque no se consideró fundamental ayer, hoy es esencial.  Vital.

Lo vemos con la extracción masiva del Sphagnum magellanicum (pompón de las turberas), esencial para el ciclo hídrico. En el uso de fuentes energéticas que emiten material particulado a ambientes sin capacidad para su dispersión atmosférica.  En actividades productivas como la salmonicultura que asfixia e intoxica el maritorio por la codicia empresarial.

No es, como nos enrostra la caricatura, dejar de respirar para no emitir CO2.  Ni nunca más cosechar frutos de los árboles porque el calafate que comemos impacta el arbusto.  Es preocuparnos porque aquello que nos es fundamental siga siéndolo, por su capacidad de renovación.  Y que luego del proceso de transformación al cual lo sometemos, reflexionar sobre la capacidad del ecosistema de absorber el impacto y reincorporarlo al ciclo de vida, es decir, sin dejar de cumplir sus funciones.

Desde hace un tiempo ha llamado mi atención el efecto sistémico de las ciudades en los territorios en que se insertan.

Uno en particular que me convoca es el efecto conocido como “isla de calor urbana”, fenómeno  particularmente provocador.

Se llaman “isla de calor urbana” al impacto que produce en el clima local el cambio de uso de suelo, con el fin de desplazar vegetación por materialidad urbana.  Bosques, matorrales, pasto, por edificios, casas, pavimento.

Ya hace unos años recordaba lo que el académico de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, Hugo Romero, señala en el artículo “Ondas e islas de calor en los barrios de Santiago: Un fenómeno no registrado por los termómetros oficiales”: “Las construcciones se realizan destruyendo las cubiertas verdes –agrícolas, forestales o naturales–, lo que elimina el efecto de sombra y especialmente el consumo de calor por parte de los vegetales, que procede mediante el proceso de evapotranspiración, es decir, que las plantas y árboles sustraen desde la atmósfera para transferir el agua del suelo, captada por sus raíces, hacia las capas de aire que las rodean”.

A esto se agrega que “el cemento y asfalto de las construcciones absorben gran cantidad de calor, que solo podrían ser reducidas por la existencia de grandes superficies vegetales o cuerpos de agua”.

Hasta aquí, el foco está puesto en los servicios ambientales.  Los beneficios que al ser humano nos entrega la naturaleza.  Pero falta la variable ética.  La naturaleza, la biodiversidad, los ecosistemas, la vida, hay que cuidarla y protegerla porque es lo correcto.  Porque allá afuera, asumiendo que en el medioambiente hay un ellos y un nosotros, existen seres sintientes, individualidades que trascienden la decisión que el ser humano pretenda adoptar sobre ellos.

Sí, el pasto, ese simple pasto que crece sobre la tierra, permite absorber el calor, retener el agua y liberarla cuando se necesita, y generar minúsculas áreas de sombra.  Ese pasto tiene una función que cumplir.  Existamos o no nosotros.

Libros y expertos nos han enseñado que economía es la ciencia social que estudia cómo satisfacer las necesidades de las personas (prácticamente infinitas, la mente humana es muy creativa en ello) mediante los escasos recursos disponibles.  Lo paradójico es que, aunque se asume que lo que tenemos a disposición es limitado, en la práctica las decisiones que se toman en materia económica (con el crecimiento sin fin como puntal) dan por sentado que el planeta no tiene límites biofísicos.

En los correos que un amigo envía periódicamente, hay una firma muy especial: Debajo de los adoquines está la playa, dice su pie de página.

Por eso, cuando caminemos por la ciudad, siempre recordemos que debajo de ese pavimento alguna vez hubo vida.  Parte de los desafíos hoy es recuperarla.

TAGS: #CiudadesSostenibles #Naturaleza Desarrollo

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25 de abril

Al leer este artículo, pienso en la Plaza de Armas de Santiago, que fue transformada en una costra de cemento, al igual que la zona entre los Tribunales de Justicia y el antiguo Congreso. Quizás, lo hacen para ahorrar agua para regar y pagar trabajadores que lo hagan, sin pensar en la salud de los habitantes, creando así otra forma de desigualdad social.

Áreas verdes mejoran la salud mental

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