Mientras estamos en una esquina de la calle, conversando apoyadas en una pared, ya es hora de que parta a La Vega. ¿Qué deseo le gustaría que se cumpliera? Un puesto de trabajo municipal, con permiso, yo quiero trabajar sin problemas porque, ¿sabe? Baja la voz: yo me he ido detenida por esto.
En una esquina muy bien elegida del paseo Bulnes, en el centro de Santiago, se escucha desde muy temprano la voz alegre de Gloria Mincaya, peruana de 60 años, una de las tantas vendedoras de jugos naturales y fruta picada que trabajan ilegalmente en las principales calles de la capital.
“Hola hijito lindo, cómo está, qué se le ofrece, aquí tiene jugo y fruta mi amor, lindo precioso”, le dice al primer cliente de este lunes de enero, mientras exprime con fuerza las naranjas cuando son las 6:30 horas y termina de aclarar. Él será uno de los más de 90 que atenderá hasta aproximadamente las 11:00.
Gloria se levanta cada día a las 4:30 de la mañana, prepara los últimos detalles de la mercadería y sale caminando por la vereda, empujando su carro, para llegar a la esquina de la calle Bulnes con Padre Alonso de Ovalle antes de las 6:30 y comenzar a atender.
El carro que usa para trabajar -robado de un supermercado cuya marca tapó con cinta adhesiva negra-, está lleno hasta el tope de naranjas y pomelos, además de vasos con fruta picada que recientemente incorporó en su oferta y le han ayudado a ganar un poco más. Por el costado cuelga una tabla de madera que, una vez instalada en su esquina, Gloria pone encima del carro para apoyarse y sacarle jugo a las frutas con un exprimidor industrial.
Llegó sola a Chile el 2001 desde su natal Lima, porque una de sus hermanas ya estaba aquí trabajando como asesora del hogar y se lo recomendó. “En Perú vendía pescado fresco, pan y otros alimentos en la calle, pero no me alcanzaba”. Su primer trabajo chileno duró 7 años como nana puertas adentro, pero renunció porque una de sus hijas en Lima le pidió que se trajera a su nieto, hoy de 17 años, que no tiene papá y estaba “yéndose por el mal camino”. Ya no podía seguir puertas adentro y llegó a Bulnes a vender jugos hace 5 años.
Hoy vive junto a su nieto, Jaime, en una pieza que arrienda por 70 mil pesos -luz y agua se pagan aparte- en el segundo piso de un hospedaje en la comuna de Recoleta, donde viven mayoritariamente peruanos. En la pieza cada uno tiene su cama y Gloria puso un televisor, pero el baño es compartido con el resto del piso. La cocina comunitaria es donde lava la fruta cada día.
Jaime trabaja de día en una empresa constructora y estudia de noche. Se junta con su abuela cuando sale de clases, tipo 10, a comer en la cocina del hostal. “Yo le digo que si llega después de las 10, no le abro la puerta de la pieza. Tengo que tener mano dura. A veces llega antes y me ayuda a lavar la fruta y picarla. A él le gustaría estudiar mecánica, pero dice que mejor seguirá trabajando en la construcción”.
Cuando termina de atender, Gloria parte caminando con su carro a La Vega, a donde llega una hora después para comenzar a escoger las mejores naranjas y pomelos, “que están muy caros”. Ya no puede ofrecer jugo de pomelo todos los días y los reemplaza por “aliados” de naranja-pomelo.
A veces, en las mañanas, mientras no para de exprimir y algunos clientes se ofrecen para guardarle los billetes de mil pesos que se están volando de la “mesa”, en el bolsillo de su delantal azul, tiene que lidiar con otras compatriotas que le quieren quitar la esquina: “ponen su carro cerca del mío y algunas se ponen a hablar parecido a mi, pero yo no peleo con ellas”.
“Cuando mis amigas, que también son vendedoras ambulantes, se quejan de las ventas, les digo que son muy pesadas para atender, que tienen que tratar mejor a sus clientes. Para mi ellos son lo más importante porque son los únicos que me apoyan”. Le pregunto de dónde se saca la fuerza para tener buen ánimo: “de algún lugar…no sé…yo sigo no más”.
Después le pregunto qué hace cuando se enferma y se persigna: “ay no, Dios del cielo. Sanita todos estos años. No sé qué haría si me enfermara”. Su padre murió el año pasado y su mamá está en Lima viviendo de lo que le dan sus 3 hijos. Gloria, a su vez, tiene 5 hijos, 1 hombre y 1 mujer en Lima y 3 mujeres en Chile, viviendo cada una con su pareja y sus hijos. “Tengo nietos chilenitos”, dice, “aunque unos no son reconocidos por el papá”. No quiere ahondar en eso.
No recuerda exactamente hace cuánto tiempo está viuda, “van a hacer 20 años parece”. Se le caen un par lágrimas. “Yo hago todo sola en mi vida. Una amiga que vende sopaipillas me dice que para qué trabajo tanto si yo soy sola, pero es que tengo gastos, todo lo pago yo. Ella comparte gastos con su pareja, no es lo mismo”.
¿Se siente orgullosa de hacer todo sola? Sí, claro que sí, pero igual no sé…”, se seca las lágrimas. ¿Es difícil? Sí, pero estoy bien.
Gloria no quiere volver a Lima, “aquí gano más”. Además tiene que sacar a adelante a su nieto. ¿No ha pensado en volver a ser nana? Una vez me topé con mi ex patrona en la calle San Diego y me dijo que volviera, pero quería puertas adentro y yo tengo a mi nieto. Además, me va mejor con los jugos.
Cada día compra 80 vasos plásticos pequeños, más 20 grandes donde pone la fruta picada. Generalmente vende casi todo. Si vendiera los 100 vasos diarios, ganaría 50 mil pesos de los cuales aproximadamente la mitad los debe invertir en comprar la mercadería para la jornada siguiente. Sumando y restando, se quedaría con unos 580 mil pesos chilenos al mes para vivir y enviarle ayuda a su madre.
Y aunque dice que no le alcanza para ahorrar, sí se da un gusto que le hace recordar su país: la comida. Cuando vuelve de La Vega cada día, deja el carro en la casa, se ducha y se va a almorzar a un local de comida peruana que queda cerca: “es mi momento favorito del día. Me gustan los caldos y el arroz, es como estar en Lima”.
Cuando el día de Gloria va a terminar casi siempre es medianoche. “Quisiera dormir más, estoy cansada”. Mañana es martes y trabajará en la misma esquina hasta el viernes, mientras que el sábado estará afuera de la estación de metro La Moneda.
El domingo lo dedica a limpiar su pieza, cocinar o salir a comer con su nieto. También comparte con sus amigas de la pensión.
Mientras estamos en una esquina de la calle, conversando apoyadas en una pared, ya es hora de que parta a La Vega. ¿Qué deseo le gustaría que se cumpliera? Un puesto de trabajo municipal, con permiso, yo quiero trabajar sin problemas porque, ¿sabe? Baja la voz: yo me he ido detenida por esto.
¿Y por cuánto tiempo más quiere seguir trabajando? Para siempre, dice y suspira. Ay, me relajé conversando. Yo estaba apurada y ¡me quería ir! Lanza una carcajada. Pero me hizo bien.
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Foto: Fer Pérez / Licencia CC
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