Este año se cumple una década de la última reforma laboral en Chile, presentada en su momento como un gran esfuerzo político para acordar nuevas reglas que modernizaran las relaciones de trabajo y el empleo. Pero lo que hemos logrado para el trabajo estos últimos diez años no nos enorgullece.
Trabajadores pobres: Según datos de la encuesta Casen 2009, el 70% de los asalariados privados gana menos de $300.000 por su ocupación principal y uno de cada tres vive en hogares pertenecientes a los dos primeros quintiles de la población.
Altos índices de informalidad y desempleo oculto: De acuerdo a los datos de la nueva encuesta de empleo del INE, para el trimestre enero-marzo 2011, sólo un 39% de los ocupados tiene un empleo protegido (existencia de contrato, liquidación de sueldo, plazo indefinido y cotizaciones) y si agregamos subempleo y trabajadores desalentados, la desocupación supera el millón de personas.
Alta inestabilidad promedio de quienes están contratados: Según datos del seguro de cesantía, el 55% de los contratos indefinidos termina antes del año.
Uso masivo de la subcontratación para abaratar los costos de producción y no para obtener una especialización valiosa: De acuerdo a los datos de la nueva encuesta de empleo del INE, un 74% de la variación de los empleos asalariados para los últimos 12 meses corresponde a tercerización.
Débil fiscalización de las leyes laborales y de seguridad en el trabajo: Los vergonzosos episodios de los 33 mineros atrapados bajo la profundidad de la tierra, el encierro nocturno de los trabajadores del supermercado Santa Isabel y aquel chofer de la empresa Pullman Bus que trabajó más de un mes sin parar, corresponden a casos precedidos por denuncias e inspecciones y por tanto conocidos por las instituciones fiscalizadoras.
Pero sobre todo, carecemos de relaciones laborales auténticas en que empresas y trabajadores pacten acuerdos para que los salarios reflejen la productividad y participen consistentemente de las utilidades: No nos olvidemos que sólo el 5% de las empresas cuenta con un sindicato activo, 12,4% de asalariados privados está cubierto por un instrumento colectivo (versus 18,2% en 1991) y que el resultado económico de la negociación colectiva en promedio bordea el 1% real de aumento en los sueldos de los trabajadores (¿es este acaso el nivel de ganancias de las empresas?).
Y no nos olvidemos que a partir de 1979 tenemos un derecho a huelga prácticamente inexistente (restringido sólo al período de la negociación colectiva y permitiendo el reemplazo y el descuelgue de trabajadores) y una definición explícita del concepto de empresa que favoreció la expansión de los multirut y con ello debilitó aún más a las organizaciones sindicales y erosionó derechos individuales y colectivos.
El balance de la reforma laboral de 2001 es, pues, negativo: no permitió que las condiciones laborales y los salarios de la gran mayoría de las personas que trabajan para vivir, mejoraran en proporción al crecimiento económico. Y bajo estas condiciones no es mucho lo que se le puede pedir al empleo.
Lamentablemente, muchas veces hemos oído que esta situación de precariedad es casi natural a nuestro mercado laboral, ya que falta mayor productividad. También se dice que la flexibilidad es central para que las empresas puedan adaptarse a un mundo globalizado y cambiante, que la capacitación (como educación para cerrar brechas en el mercado laboral) y la productividad son centrales para mejorar las condiciones de trabajo, como si esta relación se diera mecánicamente. Se nos dice que no hay que exigirle a las empresas, ya que las normas son rigideces que las asustan y que generan menores grados de protección.
Todo este discurso genera la impresión de que la única vía posible a un mejoramiento de la calidad de vida de los trabajadores se traduce en menos leyes, mayor flexibilidad y más inseguridad.
No es creíble que sólo con más “eficiencia” para operar en las empresas, existirá realmente un mayor beneficio para todos. Es en este marco en que se requiere de una legislación laboral que realmente se haga cargo y apunte a transformar en serio nuestro modelo de relaciones laborales.
En el corazón de una verdadera Reforma Laboral debe estar presente un cambio de paradigma que empodere verdaderamente a las organizaciones de trabajadores. Para esto cabe reformar absolutamente el Libro IV del Código del Trabajo que habla sobre la Negociación Colectiva.
Asimismo, otras materias que quedaron pendientes en la reforma del 2001 y que permitirían avanzar en estos cambios son: a igual trabajo, igual salario en el caso de la subcontratación; eliminación del concepto de empresa; promoción de la estabilidad y de la calidad en los trabajos creados y fortalecimiento de la Dirección del Trabajo.
Ahora que la ministra Matthei ha dicho en un par de apariciones públicas que le importa el “trabajo de calidad” y que existan “más y mejores sindicatos”, es el momento para presionar a las autoridades para que estos conceptos, hoy vacíos, se constituyan en significados reales.
Muchos consideran que este gobierno no tiene una Agenda Laboral. Otros señalan la necesidad de contar con una que sea “robusta”. Finalmente otros la dan por consensuada. La verdad es que ante la inexistencia de un debate público sobre estas materias resulta muy difícil llegar a un punto común, aunque no debemos renunciar a construir una verdadera Agenda en materias de Trabajo. Es por eso que desde la Fundación SOL hemos convocado desde el viernes 13 de mayo, como primer paso, a discutir sobre la Reforma del 2001 y sus materias no resueltas presentando el documento "Por una reforma laboral verdadera”.
Se necesita urgentemente un cambio de enfoque. La protección de los derechos de los trabajadores no puede ser vista como un obstáculo para la economía. Sin un sistema de relaciones laborales auténtico, representativo, y con verdadero derecho a huelga, Chile nunca será un país moderno y desarrollado.
¡Porque cualquier trabajo ya no basta!
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