Si los sondajes siguen su curso, es de esperar que en un par de días más tengamos novedades de los 33 mineros atrapados en la mina San José. Las voces oficiales hablarán -como ya se hecho desde La Moneda- de meras fallas en los sistemas de control internos de la compañía y de responsabilidades administrativas de los órganos fiscalizadores. Uno que otro comunicador o referente de opinión más “osado” se atreverá a poner en tela de juicio los estándares de seguridad de la mina en cuestión. Entonces, los flashes periodísticos desaparecerán, las cámaras de televisión se apagarán y un par de funcionarios públicos serán exonerados. Antes de una semana, el tema será opacado por otro y saldrá de la opinión pública. Así de cruentos son los tiempos en los medios de comunicación. No mercy.
Sin embargo, poco o nada se debatirá del verdadero trasfondo que desnuda la tragedia nortina. Mineros que, necesitados de empleo, excluidos por su edad o por carecer de las competencias que exigen las grandes compañías del rubro, son verdaderos parias dentro de la industria. No aquellos operarios de los yacimientos récord Guinness, cuyos retratos sirven para ilustrar tarjetas postales, y que en un proceso de negociación colectiva pueden amasar bonos por término de conflicto que fácilmente superan los veinte mil dólares per cápita. Sino trabajadores que en pleno siglo XXI ni siquiera tienen acceso efectivo a derechos sociales tan básicos como la salud ocupacional.
Para los ingenieros y técnicos a cargo de los piques, y así lo reconocen ex supervisores de minas, se ha vuelto trivial no escatimar en esfuerzos a la hora de operar los yacimientos al límite de su sustentabilidad con tal de cumplir ambiciosas metas de producción, aunque eso conlleve bajar la guardia de los sistemas de seguridad y poner en riesgo la vida de los propios mineros. Mientras, los entes fiscalizadores hacen vista gorda de estas anomalías, ya sea por falta de atribuciones, intereses comprometidos o por simple desidia. Fueron enviados ahí como carne de cañón. Eso está claro. Sino hubiesen sido ellos, sus compañeros del turno siguiente serían hoy las víctimas. Como guinda de la torta, la compañía demoró horas en dar aviso a la autoridad del accidente. Qué importa. Los mineros son reemplazables. Y estos mineros con mayor razón.
Son hombres que, en su gran mayoría, vienen de vuelta en la sacrificada trayectoria laboral del minero. Muchos de ellos jubilados inclusive, que para complementar pensiones de miseria, deben extender su oficio casi hasta la tumba. Otros que no poseen la instrucción mínima que los grandes empleadores del sector exigen para postular a su planta de trabajadores. Y, asimismo, no son pocos los que habían llegado a emplearse desde la zona centro-sur de nuestro país con el sobre azul bajo el brazo tras el terremoto de febrero pasado. Eso, desde ya, los convierte en mano de obra barata y abundante. De seguro que aquel que demandara condiciones laborales dignas sería conminado a acallar y seguir produciendo o, de lo contrario, a recorrer el camino tras la ancha puerta porque “allá afuera hay cientos que pueden hacer el trabajo igual o mejor que usted”.
Mejor ni hablar de los pirquineros, personajes típicamente coloniales y decimonónicos, pero que, en el año del mentado bicentenario republicano, aún perviven en las regiones mineras de nuestro país extrayendo de manera artesanal el excedente de la gran y mediana minería, o en buen chileno, lo que “botó la ola”. Con todo, y si la faena es generosa, logran vender la producción de todo un mes en no más de mil dólares, suma a repartir entre cuatro o cinco pirquineros por cuadrilla. No se tome la molestia de calcular el dividendo ya que, damos por sentado, el resultado serán salarios cercanos a la línea de pobreza.
Tranquilidad, que así y todo, una vez sumariados o renunciados los funcionarios públicos involucrados en el caso –empleados de los más bajos escalafones o a lo sumo mandos medios, of course- el gobierno se esmerará en darle suma urgencia a su anunciado proyecto de flexibilidad laboral pues, como pueden ver, nos podemos ufanar de tener un sistema laboral rígido y saludable. Mientras se invierte en opulentas celebraciones con motivo del bicentenario para congraciarse con gobernantes, influyentes prohombres y grandes magnates de todo el orbe, chilenos son sentenciados a morir atrapados bajo la tierra por el delito de haberse levantado a ganar honradamente el pan de cada día.
Mientras la Primera Magistratura de la Nación engrosa las páginas de papel couché de la revista Forbes como una de las mayores fortunas individuales a nivel planetario, los trabajadores chilenos han aumentado apenas en un punto porcentual su ingreso real, según cifras de la Organización Internacional del Trabajo. Que el poder político, económico y comunicacional –que hoy por hoy inequívocamente responde a la misma mano en nuestro país- se haga cargo de esos trabajadores precarios que rindiendo jornadas laborales de primer mundo conviven en un país con desigualdades del tercer mundo. Que se haga cargo.
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Imagen: Commons
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