Como todos los años en estas fechas, el Gobierno ha enviado su proyecto para reajustar el Ingreso Mínimo Mensual, proponiendo en este caso, un alza del 3%. Como todos los años, dicho proyecto se envía tras un diálogo con la Central Unitaria de Trabajadores que no llega a acuerdo, lo que implica que la discusión se traslada a Valparaíso mediante la representación que la CUT busca de sus propuestas por parte de algunos parlamentarios. Este año, la central de los trabajadores chilenos propuso un reajuste al alza de un 10% de la cifra fijada actualmente en $165.000
En este contexto salen a la luz las distintas implicancias que tiene este instrumento, consagrado en los art. 42 y 44 del Código del Trabajo. En dicho cuerpo normativo se establece que ningún trabajador o trabajadora podrá recibir un sueldo inferior al Ingreso Mínimo Mensual (IMM) por un trabajo de jornada completa. Asimismo, gracias a la reforma legal promulgada por el Gobierno de la Presidenta Bachelet, establece que, en caso de remuneraciones que combinen sueldo base y comisiones, el componente de sueldo base no podrá ser inferior al IMM.
Inevitablemente, las miradas sobre esta discusión fluyen desde dos puntos de vista. El primero, relacionado con los niveles de justicia que tiene un salario mínimo determinado como sustento para el trabajador y su familia. En una mirada sistémica, tiene relación con el rol que este instrumento tiene en reducir las enormes diferencias de ingreso y, consecuentemente, de riqueza que los chilenos y chilenas tenemos entre nosotros. El segundo dice relación con la sustentabilidad que tiene el salario como costo para una economía como la nuestra y, en los casos, puntuales, para cada empresa de forma específica. Este argumento, en una perspectiva más global, es la que asume las alzas en el IMM como aumento en los costos de contratación, con consecuencias directas en el crecimiento económico y en la capacidad de generación de empleo. Ambos puntos de vista son correctos y en su contradicción reside la dificultad de esta discusión.
Surge siempre, en este contexto, la pregunta acerca de la incidencia real de la variación del IMM en los salarios de los trabajadores. Al respecto conviene tener a la vista los datos de la Encuesta Nacional de Condiciones Laborales de la Dirección del Trabajo. En su aplicación más reciente (2008), este estudio arroja que, del total de trabajadores y trabajadoras del país, un 37,8% recibe un salario que es menor al IMM, igual al IMM o equivalente a 1,5 IMM. Estamos entonces, hablando de que un poco más de un tercio de quienes generan la riqueza en Chile reciben remuneraciones cercanas al salario mínimo.
Asimismo, la reforma legal que iguala el salario base al IMM, evitando así la antigua práctica de que los comisionistas “se pagasen a sí mismos” el alza salarial, fijó un “amarre” entre el alza del IMM y el crecimiento de los salarios base para un conjunto de trabajadores que, normalmente tiene ingresos bastante superiores a dicha cifra. Es decir, no estamos ante una discusión académica o de referencia, sino que estamos ante una discusión que afecta directamente los ingresos de un porcentaje significativo de los trabajadores y trabajadoras chilenas.
¿Es entonces, el salario mínimo un instrumento que impacta efectivamente en las remuneraciones en Chile?, La respuesta claramente es sí.
En esta discusión entra en juego, entonces, la concepción misma del trabajo y de sus condiciones en el conjunto de elementos que configuran el bienestar social. ¿Corresponde poner los esfuerzos en una mejora salarial que permita tener trabajadores mejor remunerados? O bien ¿corresponde alivianar la presión salarial como mecanismo que facilite la incorporación de más trabajadores al mercado laboral?
En suma: ¿queremos más o mejores empleos?
No es una pregunta fácil de responder, sin embargo podemos avanzar una opinión en el sentido de que un empleo de mala calidad, con remuneraciones muy bajas no sólo no cumple su rol de ser fuente de bienestar social, sino que genera una serie de externalidades negativas que la sociedad tiene que asumir. En efecto, la mantención de un conjunto de trabajadores y trabajadoras con bajos niveles salariales implica al Estado el tener que asumir una serie de costos relacionados con los subsidios de aquellos servicios básicos como salud, educación, transportes y otros que dichos trabajadores no pueden sufragar con sus ingresos. Sin hablar por cierto de los bonos de todo tipo que han ido poblando nuestra pretendida “red de protección social”
La pregunta siguiente es, entonces, ¿a quién le corresponde financiar el bienestar de dichos trabajadores: a la empresa, que se beneficia de su producción de riqueza, o al Estado?
Esta pregunta, indirectamente ha estado en el debate del concepto que en los últimos años ha condimentado esta discusión, desde que fuera propuesto por Alejandro Goic, Obispo de Rancagua, cuando habló de la necesidad de establecer un Salario Ético, es decir, de fijar la cifra que permita que una familia pueda vivir dignamente.
Este concepto, reforzado en el último tiempo con el apellido de “familiar” no ha salido del ámbito teórico y discursivo, pero tiene implicancias interesantes en su aplicación práctica, entre los cuales podemos distinguir a lo menos tres.
La primera, y más evidente, es que la sociedad asume que el IMM no alcanza los niveles necesarios para sostener dignamente las necesidades de una familia. Es decir, la mirada de sustentabilidad económica del IMM ha primado sobre la mirada de su sustentabilidad social.
La segunda es que instala necesariamente un debate sobre quién asume la diferencia. Y las respuestas, aún en el ámbito discursivo, tienden a apuntar al Estado. En general, las propuestas sobre salario ético, especialmente desde el debate de la Comisión de Equidad con que la Presidenta Bachelet buscó sistematizar el debate, apuntan al establecimiento de subsidios fiscales que permitan al empleador complementar los ingresos de sus trabajadores y trabajadoras. ¿Es esta una medida progresiva (es decir que apunta a reducir las brechas de ingreso) o es regresiva (que aumenta dichas brechas)? Es difícil de responder si no tenemos a la vista el panorama completo. Es decir: no sólo cuánta plata pone el fisco, sino la fuente financiamiento de dicho gasto. A riesgo de entrar en terrenos que no manejo demasiado, se puede aventurar que una estructura impositiva que tiene en el IVA una de sus principales fuentes de recaudación, tiende a que dicha medida sea de “redistribución entre los más pobres” y por lo tanto difícilmente progresiva.
La tercera es que, al consolidar el apelativo de “familiar” y entender a ambos perceptores de ingreso (hombre y mujer) como un conjunto, podemos llegar a una mirada que entienda que hay un ingreso principal (IMM) recibido por uno de los perceptores (no hay que ser brujo para entender que será el hombre) y un ingreso complementario, que supla la diferencia entre dicho IMM y el pretendido ingreso ético familiar (podemos apostar a que será el de la mujer). Cómo las distintas propuestas de ingreso ético rondan por los $250.000 pesos, podemos inferir que, más que buscar un IMM para cada trabajador o trabajadora de un hogar, estamos hablando de el establecimiento de un ingreso complementario (con o sin subsidio fiscal). Así, a la brecha salarial podemos terminar agregando una consolidación de la brecha de género.
Ojo, entonces, con esta discusión, especialmente con sus derivadas de política pública. Afecta a más gente de la que pensamos y está más cerca de nuestra realidad que lo que queremos creer.
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