En la película El Regreso del Jedi, las fuerzas rebeldes al imperio planean la destrucción de la colosal arma conocida como Estrella de la Muerte y, envalentonados con sus éxitos previos y el escenario que creían conocer, dan inicio al ataque final.
Tarde se da cuenta el almirante Ackbar que la oportunidad que se les abre en realidad es una trampa, un carísimo error que le hará perder el grueso de sus fuerzas. Y su frase “It’s a Trap!”, se ha convertido en un meme de Internet.
Y lo mismo puede ocurrir con la nueva Constitución: los esfuerzos por alcanzar una nueva carta fundamental puede llevarnos a que la ciudadanía y los constituyentes crean que este es el momento para discutir nuevos derechos, como el del acceso al agua como un bien común a todos los chilenos, o como el acceso universal a Internet.
Pero centrarse en estos derechos, creer que esto es lo importante y enfocarse en ello, es una trampa en la que no debe caerse.
En una nueva Constitución los derechos más, o los derechos menos, no son relevantes aun cuando tengan el carácter de fundamental; de hecho, en cierta manera son una distracción para la decisión realmente importante: la forma en que se estructurará el poder político en Chile y los espacios de participación que nos cabe en ellos.
Es decir, lo realmente trascendente es que la ciudadanía se asegure el poder de decidir sobre lo que Gargarella llama “la sala de máquinas de la Constitución”, esto es, sobre los mecanismos que hacen posible el ejercicio del poder de los ciudadanos en la toma de algunas de las decisiones sobre el destino y orientación de nuestra democracia.
Tenga presente que, desde hace 40 años, cada uno de nosotros batalla con un enemigo invisible y tenaz, que se oculta a plena luz del día, y que hace todo lo posible por anular nuestra capacidad de análisis y las decisiones trascendentes que adoptamos sobre el curso de la democracia: la actual Constitución Política de la República.
De hecho, ella pone todo su empeño en que nuestra voluntad nunca sea relevante, aun cuando coincida con la de millones de compatriotas. Así, en un enmarañado sistema de cadenas, se ha asegurado de que haya cosas que nunca podamos cambiar, no importa lo bueno, lo justo o lo necesario que sea el cambio.
Dicho de otro modo, la Constitución nos considera peligrosos para la institucionalidad política, económica y social del país, y por ello hemos sido anulados: nuestra única participación en la vida democrática del país es votar, cada cierta cantidad de años, por candidatos itinerantes pertenecientes a clanes familiares.
Y ellos, aún cuando triunfen en las elecciones, tampoco tiene el poder suficiente para realizar reformas estructurales que permitan cambiar los aspectos fundamentales del país, como el sistema educativo, sanitario o de pensiones de jubilación.
De hecho, nuestra participación es repelida en todos los ámbitos: a diferencia de otros países, en la actual Constitución los ciudadanos no podemos proponer leyes al Congreso Nacional.
Tampoco podemos obligar a los parlamentarios a discutir un concreto proyecto de ley y mucho menos podemos votar derechamente el texto de ella, como si se puede hacer en Suiza, por ejemplo.
¿Y si queremos remover una autoridad política que toma decisiones lesivas para la ciudadanía y que ha vendido su voto a los intereses de una empresa que le manda instrucciones por correo electrónico? Supongo que ya lo adivina: la Constitución no nos permite revocar mandatos, así estemos todos de acuerdo de lo necesario que es para la decencia democrática.
Lo importante no son los derechos de las personas que se escriban en la nueva Constitución, sino tener la capacidad o mecanismos que permitan escribirlos cuando los ciudadanos lo consideremos necesario.
¿Y si el Congreso dicta leyes abusivas, como las leyes que les permiten a los partidos políticos reemplazar parlamentarios por gente que nadie votó, entregar la explotación del mar a determinadas familias o conceder beneficios tributarios a las empresas que financian sus campañas?.
La cruel realidad nos da la respuesta. A diferencia de países como Uruguay, los chilenos no podemos revocar leyes injustas o hechas en interés de alguien distinto de la sociedad toda.
Por eso digo: lo importante no son los derechos de las personas que se escriban en la nueva Constitución, sino tener la capacidad o mecanismos que permitan escribirlos cuando los ciudadanos lo consideremos necesario.
Desde luego que no estoy diciendo que reemplacemos a los parlamentarios por votaciones por Internet, sino que todo lo contrario: nuestros representantes tendrán más claro lo que tienen que hacer y estarán más legitimados para llevar a cabo su labor si nosotros, los ciudadanos, somos los que les damos las señales de cómo avanzar. Podemos decirles claramente, y por vías institucionalizadas, que queremos que se discuta este asunto, que esta restricción legal es anacrónica y debe derogarse, que el comportamiento de fulanito le hace indigno del cargo, que esta ley es insuficiente, etcétera.
Si nuestra Nueva Constitución no contempla mecanismos de participación directa, es decir, si reduce el ejercicio del poder solo a lo que hagan o acuerden una oligarquía en alguna de sus cocinas, y les permitimos eso a cambio de que se nos garanticen ciertos derechos, significa que se habrá perpetuado la lógica actual y que hemos renunciado a hacernos cargo del curso del barco social a cambio de un Cheque Restaurant para el comedor.
Por supuesto que este no es un asunto fácil, pues tendremos la férrea oposición de la familia política (que a estas alturas es consanguínea) quienes introducirán a la discusión una serie de sofismas dirigidos a plantear que no es posible recoger la voluntad de las personas, que somos muchos habitantes, que es ajeno a nuestra “tradición constitucional” y otras descalificaciones similares para evitar que se les prive del monopolio de los espacios de decisión, diciéndonos por todos los medios que la participación directa de los ciudadanos es un peligro, un fracaso, un horror o inventando barreras supuestamente invencibles.
Lo cierto es que desde hace mucho tiempo que es factible recoger las opiniones sobre un tema, escritas en lenguaje natural, de millones de personas y resumirlas, por ejemplo, en 40 páginas: lo hacen las máquinas. De hecho, la Universidad de Chile tiene experiencias exitosas en este ámbito. Y de esta forma, es posible conocer la opinión de los chilenos sobre el tema que se les consulte.
De igual forma, los ciudadanos hemos empezado a usar, cada vez más intensivamente, un sistema de identificación digital llamado ClaveUnica. Requiere ciertos perfeccionamientos en materia de seguridad, pero es bastante fiable y puede usarse, por ejemplo, para adherir a un determinado proyecto de ley que pueda presentarse al Congreso, y que este deba discutir obligatoriamente.
Y sí, en contados países se han producido errores y desviaciones (como el Brexit, dirán algunos, o ciertas leyes aprobadas en Suiza), pero las consecuencias nunca han sido tan graves como la de privar a la gente de todo poder de decisión, como es el caso de nuestra actual crisis institucional, que no encontró otra forma de escape que la violencia y el temor de los detentadores del poder político de colgar de los postes, a lo Mussolini.
Repito entonces que no hay que distraerse, y no hay que confundirse: lo importante no es el listado de los derechos fundamentales, sino que los ciudadanos tengamos estructural y constitucionalmente el poder político para señalar qué cuestiones deben incluirse en él.
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