Manejo el mismo auto –un Fiat uno de 1989– hace once años. Es mi forma de contribuir al desarrollo sano de la sociedad: no me endeudo para renovarlo y cuando se estropea lo reparo. Tengo restricción vehicular dos veces en la semana y debo ir cada cuatro meses a las plantas de revisión técnica. Cada una de estas visitas dura horas. En la última de ellas se me informó que el número del chasis no se correspondía con los dígitos que aparecían en el padrón, por lo que quedaba a merced de que alguna mafia internacional lo robara para enriquecerse en Bolivia. La solución para este asunto fue una fila de toda la mañana en el Registro Civil, quienes se demorarán 30 días hábiles en solucionar el entuerto.
Mi amigo Mario Mejía también es víctima de la burocracia, pero de un modo dramático. El dos de abril de 1987, habló en el Parque La Bandera, frente al Papa Juan Pablo II, como representante de los pobladores de Chile. Entonces tuvo la peregrina idea de no tomar en cuenta el piadoso discurso que le había preparado la jerarquía eclesiástica y dijo, en cambio, un par de verdades: Padre, en las poblaciones nos persiguen, pasamos hambre, nuestros vecinos desaparecen, tenemos temor. En circunstancias que la justicia chilena nunca ha investigado, poco tiempo después Mario fue brutalmente torturado, hasta la frontera de la muerte y, varias veces después, hasta poco antes del plebiscito, fue detenido sin argumento. Durante esos meses su hijo murió atropellado de manera extraña, con métodos y formas bastante similares a aquellas que hicieron famosos a los servicios de represión de la dictadura. El auto no tenía patente, andaba a altas velocidades por la angosta calle donde aun vive Mario y no se detuvo después del atropello. A la fecha, la iglesia no le ha regalado ni una foto del momento en que estuvo con el Papa, y el Estado no lo ha reparado ni lo ha buscado para algún plan de reconocimiento respecto de lo sucedido.
Hace poco estuve con Mario en Lo Hermida y me ofrecí a buscar alguna vía de reparación, cuestión a la que antes se había resistido. Siempre tuvo una obvia reticencia a volver sobre esos temas, aunque ahora, para mi sorpresa, estaba dispuesto a dar la pelea. Llamé al teléfono que aparece en la página web de la Comisión Valech. El número, me informó una grabadora, ya no existe. Entonces llamé al Ministerio del Interior y, luego de largas esperas, me dieron un número que no contestó las cuatro primera veces que fue contactado. A la quinta, una amable señora me explicó que la Comisión ya no recibía casos nuevos, por lo que no era posible atender este caso, ni siquiera como constancia histórica.
Lo del Fiat es una anécdota para encarar el problema de instituciones que operan sin pensar en el ciudadano, que es lo que me parece ocurre en la forma como se pretende poner término a la Comisión Valech. ¿Si a usted personas cuyo sueldo es pagado con sus impuestos le pegan hasta cansarse y le destruyen la vida, le parecería justo que no se le repare de manera alguna porque “está fuera de plazo”? ¿Existen “plazos” que puedan decirnos cuándo sentimos que está cerrado un duelo, cuándo podemos asumir un dolor al punto de poder verbalizarlo? ¿Qué motivo, salvo algún cálculo económico de medio pelo, prohíbe que la Comisión Valech funcione ininterrumpidamente recibiendo testimonios? ¿Es necesario insistir sobre que no habrá “nuevos” casos, por lo que ese cálculo económico es perfectamente posible de prever? ¿Es sano que nuestra sociedad se niegue a la visibilización de la evidencia de la tortura por un problema de fechas? ¿Resulta razonable que un sistema jurídico señale que ciertos delitos son imprescriptibles mientras la reparación de esos delitos está sometida a los plazos de cobro de un bingo de viaje en bus? ¿O sea que el principal sentido de esta Comisión –la verdad– está supeditado a plazos? ¿La verdad conoce plazos? Y si el problema es de recursos, ¿no debería funcionar esta Comisión al menos para recibir los testimonios, para que no sea una pura frase eso de que “Nunca más en Chile”?
Es difícil imaginar una mejor inversión cívica que un lugar en donde se le ponga permanente oreja a los atroces efectos de la peor dictadura de nuestra historia. Tal vez alguien prefiera gastar ese dinero en un monumento, o en un folleto explicativo. Vaya uno a saber.
Con la comparación del Fiat quiero, además, situar el problema donde debe hacerse, que es en la mentada “capacidad de gestión”. Porque no se trata, menos mal, de que alguien sostenga que la tortura no debe ser reconocida e indemnizada. Se trata tan solo de ignorar una cuestión que se cae de madura: respecto de los eventos que definen sus vidas, las personas tienen plazos existenciales, no legales, y éstos no caben en decretos ni resoluciones. Personas como Mario, que nunca perteneció a un partido político, que no está pensando en ninguna estrategia particular sobre sí mismo y que desde hace años trabaja reparando bicicletas.
Mientras tanto, me preparo para ir a tomar te donde Mario, en metro, para darle la mala noticia de la Comisión. Es de esperar que la próxima vez que nos veamos pueda contarle que algún congresista ha pensado en dar un nuevo plazo para la recepción de antecedentes, pues he averiguado que se necesita una ley para aquello. Sobre mi auto les cuento en 30 días más.
———–
Foto: desmotivaciones.es
Comentarios