Aquí estoy, una vez más, ojeando títulos y subtítulos de diversos artículos; los que se le vengan a la imaginación. Me encuentro con un nombre conocido en la autoría de uno, lo que compruebo, seguidamente, por su propia persona. Este estudiante, del que no sabría calificar su inteligencia, pero es sin duda afirmada por sus logros académicos, recibe felicitaciones por el artículo mencionado. Sin embargo, en las felicitaciones, veo pocas alusiones a lo escrito. Podría decir ninguna si quisiera ser exigente, lo que no sería ninguna sorpresa.
La cuestión es que cosas, evitando la palabra sucesos, como la anterior, ocurren con demasiada frecuencia. Se publica mucho y se lee poco.
Publicar un artículo es un triunfo de la palabra. Para quien lo hizo, acabó de ponerla ahí fuera y fue valorada por un editor. Ha sido seleccionada sobre otras vistas por este editor, e incluso supera a aquellas que no se han acercado al papel, ya que aquella tuvo la articulación suficiente para hacer sentido. Representa algo meritorio, por lo que se puede estar orgulloso, pero siempre en relación con los demás. Es un éxito que no nace por si mismo, si no en relación a los que supero. Por lo tanto, solo podemos calcular lo meritorio de un artículo en términos sociales, pero no generales.
Los responsables de darle mérito a los artículos, se comportan, generalmente, como mencioné al principio. El solo hecho de haber sido publicado es suficiente para darle fundamento intelectual a sus palabras, independiente de la trascendencia que tengan. El título del artículo es, probablemente, la mayor cantidad de información que reciba el lector. Lo anterior, por lo tanto, representa una contradicción que debería ser notada por todos aquellos que nos quieren enseñar: lo escrito no es lo valorado, si no el hecho de estar escrito. A pesar de esto, columnistas, opinantes y críticos se enjabonan en una importancia mesiánica. Viven en una burbuja donde sus palabras son escuchadas, donde significan algo más que un murmullo.
A partir de lo anterior, se abren dos rutas: o cambiar la forma en que los artículos son recibidos, de manera que sean un aporte, o aceptar la importancia de los artículos. Lamentablemente, la primera alternativa es muy difícil de llevar a cabo: la manera en que los artículos son recibidos depende de quién los escribe, y valga la redundancia, quien los recibe; cambiar la forma en que son recibidos sería cambiar los hábitos de lectura, algo sobre la que no se tiene ruta de acción. Ahora, aceptar la importancia de los artículos es una ruta viable y productiva. Saber para quienes escribo incide en lo que escribo: lo adecuo a mis lectores, ocupo mis capacidades para sacar el máximo provecho de mis palabras.
Publicar un artículo es un triunfo de la palabra. Para quien lo hizo, acabó de ponerla ahí fuera y fue valorada por un editor.
Es por esto que escribo esta columna con característico conformismo: sé que quizás no llegue a muchos; probablemente a ninguno.
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