Quienes logran ser Presidente de la República anhelan pervivir a la muerte convertidos en estatuas. En algún momento de la campaña, buscando el sueño tras la visita al décimo poblado entierrado, o incluso después de ser elegidos, secundados por la escolta policial motorizada, en esos minutos preciosos en el que el celular no suena, en que la contingencia deja de acontecer, nuestros prohombres y nuestra promujer se imaginaron cristalizados, perpetuos, petrificados, libres de la necesidad de convencer y parecer.
Sus madres recuerdan que de niños ensayaban discursos, organizaban rifas, pintaban para eso. Ellos se lo terminaron creyendo, y transformaron el futuro en una nostalgia de postales probables: de pie sobre un auto descapotable, refiriéndose al alma de Chile en cadena nacional, inmensamente queridos y respetados, abrazados a sus hijos en una fotografía que invita a la posteridad.
Convertido en estatua, cuidando algún borde de la Plaza de la Ciudadanía, Sebastián Piñera quizás alcance aquello que tan esquivo le ha sido en vida: el respeto solemne. No lo respetan los empresarios, que lo ven como un especulador que prefiere la rapidez a la corrección. Tampoco lo hacen los conservadores, porque nombra a Dios casi siempre en vano y aparece cada tanto abrazado con homosexuales que aspiran a que se les reconozca su plan de vida. No lo respetan los políticos de profesión, porque lo ven como un hombre de afanes confusos. No lo respeta la gente de derecha, porque constantemente cede en lo fundamental sin siquiera mantener lo más importante, el motivo final de toda contienda: el orden. No lo respeta la UDI, porque ellos permitieron que fuera presidente y sin embargo los hace ingresar en el gabinete a regañadientes y con atraso. No lo respetan los intelectuales, porque abusa de las citas célebres y los carriles manifiestos. No lo respetan los tímidos, porque lo encuentran avasallante. Lo miran y ven a un tipo entrando a la feria sin saludar, poniéndose el jockey del primer verdulero que se le aparezca, siempre sonriente, prepotente y socarrón.
Pensando en la estatua de Piñera doy con la del último presidente de derecha que hubo en Chile, elegido por la buena, claro está: Jorge Alessandri Rodríguez. Veo a don Jorge con abrigo largo y bufanda. Su imagen definitiva busca esquivar un frío intenso, nos avisa que su visión de mundo tiene más que ver con el guarecerse que con el bucear y andar en helicóptero. Nos advierte que a veces, más que querer ser el mejor de la clase, el más parlanchín, el más divertido e inteligente, bien vale escuchar arropado lo que tienen los demás para decirnos. Bajo su imagen se lee lo siguiente: “Aquellos que nos juzgan por la seriedad de nuestro rostro o por el retraimiento social de nuestras vidas, tal vez olvidan que en la soledad surgen y maduran las grandes inquietudes del hombre”. ¿Será posible imaginar situación más ridícula que dicha máxima bajo el busto de Piñera? ¿Cuánto pudo cambiar nuestra derecha en menos de 50 años? Cuando se habla con tanto entusiasmo sobre el retorno del gobierno a la matriz autoritaria del sector que representa, cómo desearía uno que retornaran también a aquello que los hacía dignos de reconocimiento hace tan poco: la austeridad, el decoro, la justeza. Como quisiera uno que volvieran a defender el orden como bien supremo, pero recordando a Andrés Bello, no a Augusto Pinochet.
Menos twitter, nueva forma de gobernar, cueca con final a lo Matador Salas, gira mundial, camisa arremangada y sonrisita incombustible. Quizás lo que le falte al hombre del 26% sea algo mucho más sencillo y fácil de conseguir: un poco de retraimiento y soledad para ver si desde allí –no desde las encuestas ni la agenda noticiosa instantánea– surge alguna inquietud noble. Alguna idea seria, de largo plazo, serena, reflexiva, ponderada. Alguna iniciativa que haga que en esa estatua que con seguridad existirá en algún momento su ego pueda descansar sin temor a lo llenen de graffitis en alguna revuelta del futuro. Algún momento de paz para que bajo su estampa no diga ni que “vamos a ganarle la batalla a la delincuencia”, o que “uno no destruye pirámides porque se hayan perdido vidas al construirlas” o que “en 20 días hicimos lo que otros no hicieron en 20 años”. Una estatua que le recuerde ese otro chilean way que está enterrado entra tanto mall, powerpoint, PhD, autopistas y celulares con Internet. Una que lo haga descubrir el valor de la quietud y el silencio.
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