¿Cómo escribirá la historia este estallido social que hemos estado viviendo desde la segunda semana de octubre en adelante? ¿es posible adelantar una respuesta que satisfaga esta inquietud?
Desde luego, no. Pero podemos ensayar algunas respuestas mientras los hechos ocurren ante nuestros ojos.
Lo propio de la historia es la interpretación. Buscamos trazos explicativos, ideas que circulan, restos de objetos, huellas de acontecimientos y elementos bastardos que intentamos unir bajo un elemento esencial del que somos parte como seres humanos: el tiempo. En efecto, si hay algo de lo que no podemos escapar nunca es de la temporalidad en la que se desarrolla nuestra vida.
Pero a diferencia de lo que muchos creen, el tiempo puede organizarse de distintas maneras: el tiempo es, también, una convención. Su clasificación puede ser artificiosa. A los historiadores, el tiempo corto y el tiempo largo nos permiten entender los cambios y continuidades que vivimos.
La semana pasada fuimos testigos de dos hechos brutalmente simbólicos: en La Serena, un monumento a Francisco de Aguirre fue reemplazado por el de una mujer diaguita y en Temuco, los monumentos a Pedro de Valdivia y Diego Portales fueron degollados, arrastrados y manchados con pintura roja, para terminar colgando de las manos del monumento a Caupolicán.
Un signo de los tiempos que corren.
En la historia, los monumentos representan un símbolo de algo. Son espacios, figuras o representaciones de un tiempo que no es el nuestro, pero que aspira a que lo hagamos propio. Pierre Nora los define como “ilusiones de eternidad”, porque buscan entregarnos un mensaje sobre tiempos muy lejanos que hablan de la larga duración de la Historia, pero que muchas veces dejan de tener sentido y son explicados e ignorados, pero no vividos.
El tiempo corto de este estallido social no sólo pone en cuestión a la Historia de forma dramática. El pasado es desdeñado por quienes son conscientes de estar viviendo un transe histórico, en el que ya no es posible volver a lo antes
En ese sentido, el derribamiento de estas estatuas es elocuente sobre el tiempo corto de este estallido social. Allí donde los monumentos quieren decretar cómo debe vivirse el pasado, se ha interpuesto la sociedad con su malestar, con la experiencia concreta, siempre actual, que interroga el relato construido de estos últimos 30 años.
Esta generación no es más portadora de ese monumento y lo ha hecho saber tomando como referente su memoria sobre lo que ha sido este tiempo largo desde el fin de la dictadura de Pinochet. Desde entonces, se fue fraguando la desafección hacia ese relato presentado como algo dado y obvio que había conducido al país hasta lo que era actualmente y que ahora es confrontado con la memoria viva, irrefrenable, acumulada durante todo este tiempo, que reemplaza al relato histórico que hacía de Chile un país ufano. No en vano, los medios internacionales han calificado este estallido como “el fin de la excepción chilena”.
El tiempo corto de este estallido social no sólo pone en cuestión a la Historia de forma dramática. El pasado es desdeñado por quienes son conscientes de estar viviendo un transe histórico, en el que ya no es posible volver a lo antes. Se abre, por tanto, ese amplio y desconocido campo de batalla que es el futuro donde todos, como seres temporales, no podemos dilucidar cuáles serán nuestras nuevas estatuas.
Esa pretensión, sabemos bien, corresponde al tiempo largo de la Historia. Y de él, es muy luego para hablar.
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