Hago un llamado a la clase política a legislar ahora ya una ley contra los dicursos de odio que asuma que los autores intelectuales de estos crímenes están donde menos lo pensamos. Que se entienda que nadie ni nada está por sobre los derechos humanos. Que la libertad de expresión no es infinita.
Resultaría por lo menos exótico que escucháramos de alguna personalidad el emitir tales declaraciones. Debemos imperantemente analizar lo que significan: el ir al infierno significa sufrir el repudio de Dios, no ser merecedores de su amor ni de su perdón, sufrir eterna e inexorablemente. Para la víctima de tal castigo, decirle tal cosa es expresarle que no podrá ver a su familia en el más allá; a su familia, que no podrán estar con él. A todos los que conocen en vida, significa que no es digno de amistad, ni confianza, ni mucho menos de amor.
«Todos los colocolinos se irán al infierno». Jamás nadie dirá eso. Pero sí se dicen cosas muy parecidas. Infames personajes amparados en sus cargos políticos, judiciales o académicos, hombres poco hombres detrás de una sotana o un terno con corbata, iluminados e interpretadores de la palabra divina, usan y abusan de su autoridad moral o intelectual para descargar todo su odio hacia ciertos sectores de la población.
He recurrido a la caricatura de lo que significaría hacerlo con los hinchas de un club de fútbol, pero la realidad es aún más ridícula. Desde el púlpito, desde las columnas de los diarios, desde las esquinas y las plazas, personas con valores que se pillan a sí mismos, creencias paradojales y dicotómicas, citas inconsecuentes, proclaman en nombre de Dios que tales o cuales conductas o pensamientos son antinaturales, pecaminosos, subnormales, etcétera, olvidando que la condena y el juicio que hacen pueden causar mucho daño. No sólo a la familia, no sólo al individuo, sino que a toda la sociedad.
Como peñalolino quiero hacer un homenaje al joven Esteban Navarro. Sus verdaderos torturadores no son aquellos que lo golpearon, ellos sólo actuaron de sicarios. Los culpables se ocultan a vista y paciencia de todos tras los crucifijos, gastando saliva y oxígeno en condenar al grupo humano (LGBT) al que Esteban pertenece, incitando a la violencia, predicando el odio. Según ellos, quizás Daniel Zamudio está en el infierno, sufriendo doble tortura, una en vida y la otra en muerte. Quiero hacer varias preguntas retóricas: Colocolinos, ¿qué sentirían si los condenaran en nombre de Dios? ¿No se puede ser LGBT y cristiano también? ¿Qué sentirán las familias? ¿Qué pasa si el grupo humano afectado es otro, más mayoritario (por eso recurro a los albos)? ¿Miraremos impacientes cómo gentes con vocación medieval pasan la línea de la libertad de expresión para entrar en la libertad y la dignidad de los demás?
Espero que todos reflexionen desde la razón y desde los valores humanos lo que significan los discursos de odio, y la discriminación. Por eso, hago un llamado a la clase política a legislar ahora ya una ley contra los dicursos de odio que asuma que los autores intelectuales de estos crímenes están donde menos lo pensamos. Que se entienda que nadie ni nada está por sobre los derechos humanos. Que la libertad de expresión no es infinita. Que hacer apología de fanatismos conducentes a crímenes debe estar prohibido. Y que como dijo Jesús, todos somos iguales.
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