Desde siempre he considerado como ramplón, grosero y hasta grotesco al «humor» chileno y a sus «humoristas». Sobre todo ese «humor» callejero nacido a la sombra de la dictadura y aceptado con beneplácito por ella en los principales paseos y calles de Chile siempre y cuando el libreto versara sobre maricones, putas, tartamudos, suegras, cojos, culonas, guatonas, pechugonas, curados, ciegos, cornudos, etc. y no tocara al régimen.
Aunque venía dando lata hace ya un tiempo, también en esos oscuros años floreció la figura de un «chacarilla boy» que «aportó» con su «nuevo humor», un humor 100% importado de calle Corrientes y maquillado para la época, evitando en cada libreto, en cada palabra hacerse cargo de la horrenda realidad para no incomodar a quien lo invitó a subir antorcha en mano a la punta del cerro.Hace unos pocos años dio otro salto, transformándose en Stand Up, un engendro gringo-sudaca con ribetes «intelectuales», de «elite», que todos se ven impelidos a aplaudir, caso contrario quedas como pailón.
Finalizó la dictadura y ya en democracia la actividad callejera saltó de pasar el sombrero entre el público a los escenarios y a la TV, siendo conocido y aplaudido por la mayoría, lo que en ningún caso significa que fuera bueno.
Hace unos pocos años dio otro salto, transformándose en Stand Up, un engendro gringo-sudaca con ribetes «intelectuales», de «elite», que todos se ven impelidos a aplaudir, caso contrario quedas como pailón.
Memorable representante de este nicho es aquella «humorista» que se plantó frente a 15.000 personas con un whisky en la mano (al estilo Dean Martin) y que hasta hoy se lamenta que la gente no haya entendido su «genialidad», y más aún, «la falta de sororidad», como si por la coincidencia de género de inmediato y de antemano tuviera asegurado el aplauso femenino.
Pero ese humor de calle que saltó a la TV y esta última expresión del Stand Up tienen un hilo común: la grosería, la profusa grosería que es el reemplazo y auxiliar insoslayable a la falta de ingenio e inteligencia.
En retrospectiva, necesario es nombrar salvedades, por ejemplo, Carlos Helo, un tipo con un ingrediente fundamental para la actividad y que hoy no se ve en ningún humorista: rapidez mental.
Me detendré en otro caso que conozco profundamente: Daniel Vilches, quien ostenta el título de Académico de la Lengua pero solamente por haber sido el precursor del garabato en escena, no porque lo utilizara indiscriminadamente. En su Revista, Vilches acostumbraba hacer tres scketchs presenciales entre actos de magia, ballet y cantantes, cada uno de una duración de más o menos 10 minutos donde, con suerte, Vilches tiraba no más de 4 garabatos gruesos siempre y cuando la ocasión lo ameritara: la sala se venía abajo en risas y aplausos porque el garabato estaba bien puesto, quirúrgicamente bien puesto.
Resumen: en toda la función de casi 120 minutos. Vilches no largaba más de 12 garabatos fuertes.
Hoy es diferente.
Después del saludo viene el primer «hu…», dos tres palabras más y tenemos un «cu….», cuatro palabras y una risa forzada más, un «CTM». Resumen; entre «hu…», «cu….», «CTM» y otras joyas, en 45 minutos de un stand up fácilmente suman no menos de 360 groserías, que como antes lo señalé, son el auxiliar preferido para la falta de inteligencia y talento.
Como no soy sociólogo ni siquiatra, no me referiré a ese converso de última hora que subió al escenario de la Quinta y que hace no más de una semana atrás explotaba la descalificación de género y los defectos físicos en sus rutinas, un verdadero exponente del «humor» nacional: ramplón, grosero, grotesco y patético.
Finalmente, nobleza obliga: ¡Chapeaux¡ a cada uno de los que noche tras noche en el Festival de Viña cavaron un poco más la tumba a este pútrido régimen. Reafirmando todo lo anteriormente dicho, ¿cómo no aplaudir de pie estas atinadas intervenciones?
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