El año 2011 abrió un ciclo distinto de efervescencia social que mostró, con mayor elocuencia, el desajuste entre los procesos de cambio y modernización chilena y las expectativas de integración de una sociedad menos dispuesta a contentarse con el argumento general de que hay que sentirse tranquilos y confiados porque el “país va en un buen camino”.
En rigor, diversos estudios han demostrado que la evaluación de lo que es satisfactorio o no en la sociedad chilena se construye desde una perspectiva cada vez más personal; por ello la propia idea de “subjetividad” viene, desde hace un buen tiempo, reclamando una renovada atención de quienes buscan respuestas originales a este fenómeno; fenómeno hoy titulado en filigrana como “el malestar de la sociedad chilena”.
Recordemos que los propios informes de desarrollo humano del PNUD contribuyeron desde hace ya prácticamente dos décadas a configurar los contornos de este malestar, estableciendo cuales podrían ser sus causas y en qué ámbitos y esferas él se manifestaba de manera más intensa. Los aportes de estos análisis han sido de gran riqueza, sus hallazgos han sido invaluables, pero sin embargo, paradojalmente, no han logrado producir un impacto positivo en el funcionamiento de las políticas públicas, desde donde se caratularon muchos de estos resultados como incómodos e imprudentes.
No obstante lo anterior, hoy resulta oportuno – y también indispensable – revisar los supuestos a partir de los cuales se fue entendiendo desde los años 90 este fenómeno de desarticulación entre la experiencia de cotidianeidad de los individuos y el funcionamiento concreto de lo social. Esto debiese representar un buen ejercicio para realizar una lectura pertinente de los fenómenos que nos toca observar hoy en día, buscando las claves que mejoren su comprensión.
La argumentación que sigue la planteo en condicional; me parece que son temas a discutir y estudiar, pero no creo que dispongamos aún de la evidencia suficiente para concluir de manera definitiva.
Ahora bien, si asumimos este desafío – aún con la condicionante que he explicado – nuestro primer supuesto a problematizar es el relativo al del tema del “desajuste cultural”.
En las primeras reflexiones sobre el problema del malestar se argumentaba que él nos instalaba en un campo de naturaleza eminentemente cultural; a saber, el problema era el cómo los chilenos atribuían “sentidos” a sus vivencias y expectativas y como estos sentidos lograban ser compartidos a una escala superior a la del individuo. El debate sobre los escollos para la construcción de un “nosotros” iba en esta dirección.
De ser así, el problema no eran los procedimientos de la democracia, sino fundamentalmente el sentido que la propia idea de democracia adquiría en los individuos.
Hoy en día, la ciudadanía más activa y vigilante que apreciamos pareciese reclamar también por los procedimientos, lo que nos obligaría a plantear nuevas hipótesis sobre cuanto pesa lo cultural frente a lo que es eminentemente de naturaleza política y, más directamente, de naturaleza política procedimental.
El problema hoy es más bien si se naturaliza a nivel social el modelo conflictual como el único modelo que permite hacer avanzar a la sociedad
Un segundo supuesto era el relativo al primado de la esfera económica (y fundamentalmente de funcionamiento del mercado) donde los individuos señalaban sentirse “perdedores” en aquellas materias que más directamente asociamos a cuestiones de integración económica. En efecto, los chilenos señalaban que a pesar de su esfuerzo personal, la recompensa – en términos de integración efectiva en el mercado – era deficiente.
Este supuesto tenía a lo menos dos consecuencias bien precisas: la primera, una extrema separación entre la esfera económica y la esfera política (parecían dos aspectos de naturaleza muy alejada) y lo segundo, la emergencia de un sentimiento de impotencia puesto que frente a este problema era poco lo que se podía hacer; ¿cómo cambiar la lógica del mercado?.
Hoy pareciera que esta frontera, aparentemente radical entre ambas esferas, aparece menos clara y que lo que estaríamos viviendo es una gradual “re-politización” de ámbitos que habían sido desprovistos de una mirada integrada. En este contexto, los problemas económicos aparecen hoy también como problemas políticos.
Finalmente, un tercer supuesto clave era el relativo al tema del conflicto. A pesar del malestar, los chilenos no querían conflicto; el conflicto rememoraba simbólicamente una fuente muy intensa de malos recuerdos y experiencias. Los propios estudios en juventud en los años noventa mostraban que, en materia de “miedo al conflicto”, las nuevas generaciones eran herederas del trauma vivido por el país (sus padres), manifestándose críticas frente a las acciones que aparecen tradicionalmente como más conflictivas.
El Chile reciente nos muestra que es sobre todo en este tema donde podemos despojarnos, con menos pudor, de los condicionales y aventurarnos hacia hipótesis más ciertas, relativas a un eventual cambio de ciclo donde la representación de la idea de conflicto adquiere una connotación distinta.
Hoy, el conflicto no es un problema; menos aún para los más jóvenes. El problema hoy es más bien si se naturaliza a nivel social el modelo conflictual como el único modelo que permite hacer avanzar a la sociedad, naturalizando, colateralmente, la idea de que la democracia formal representaría sólo aquello que impide que el país se oriente en una dirección de mayor justicia.
Creo que es en torno a estos temas donde nuevamente se cruzan los intereses y caminos tanto de los investigadores como de los decidores políticos, interesados ambos no sólo en leer bien lo que sucede en nuestra sociedad, sino además leer de forma tal que se construya una mirada común que oriente adecuadamente los cambios que es urgente realizar.
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