El pasado domingo, en la Caja Mágica de Madrid –que fue construida en 2009 y costó 300 millones de euros–, se jugó la final de uno de los torneos más importantes del año tenístico. Más de 12.000 espectadores pagaron costosas entradas –la más barata superaba los 50 mil pesos – para observar cómo Roger Federer se embolsaba el premio mayor, de entre más de tres millones de euros a repartir.
Casi a la misma hora, en Barcelona, se disputaba una nueva fecha de la Formula Uno. Casi 100.000 espectadores pagaron cifras similares a las del tenis para ver el triunfo del venezolano Justo Pastor Maldonado, quien recibe de su gobierno más de 20 millones de euros para financiar su carrera.
Ese mismo día, además, miles de españoles salieron a las calles a conmemorar el primer aniversario de la irrupción de los indignados. Es que España, sabemos, se encuentra en una recesión económica gravísima, que ha dejado a millones de personas bajo la línea de la pobreza y otras tantas sin empleo. El país está por naufragar, pero los más ricos no se privan de pagarse safaris para matar elefantes.
Si lo anterior es motivo de escándalo, quienes vivimos aquí debiéramos escandalizarnos mucho más. Según el criterio del coeficiente Gini, que permite ordenar los países según la distribución del ingreso, Chile está 74 puestos bajo España. No hay motivos para pensar que lo descrito en los párrafos precedentes no pueda replicarse de manera amplificada un domingo cualquiera por estos pagos, ni es necesario circunscribirse a eventos deportivos. Vitacura tiene 18,3 metros cuadrados de áreas verdes por habitante y Pedro Aguirre Cerda 1,2, y no se requiere ser experto en algo para saber cuáles vecinos necesitan más de esos espacios. Pero podemos estar tranquilos, porque el promedio de Santiago es de 4 metros cuadrados por persona.
Las crisis económicas son vislumbradas y provocadas por los más ricos de nuestras sociedades. Sin embargo, sus consecuencias no son padecidas por ellos, al menos si por padecerla entendemos conocer la pobreza. Mientras el país se cae a pedazos, ellos siguen yendo a estadios, restoranes y recitales. Se me dirá que gracias a eso pasapelotas, banderilleros, limpiacopas y meseros tienen trabajo. Esa idea es más perversa que la del chorreo. No te vayas a quejar de que me divierto a cuerpo de rey, porque gracias a eso puedes pagar tu arriendo. Los más desvergonzados nos catalogarán de resentidos. Lo que en verdad ocurre es que la extrema desproporción nos causa dolor. Supongo que gracias a los dos millones adicionales que se han autoasignado los senadores podrán hacer mejor su trabajo para nosotros, sus electores, pero el número nos parece ofensivo cuando ellos mismos discuten un sueldo mínimo que es menos de un décimo de esa cifra. Pueril nos parece que el Presidente diga que con su sueldo de más de ocho millones “no le alcanza para solventar sus gastos mensuales”, por más que nos justifique con series de tres adjetivos sus ingentes obligaciones; ni qué hablar del sueldo reguleque.
No se está descubriendo la pólvora con estas cifras, desde luego. Pero nos interpelan en su urgencia y es necesario recordarlas cada tanto para no olvidar lo que está en juego cuando alguien se declara indignado. La indignación no es un mero viento que contagia los países, ni una gripe adolescente que se acaba tan pronto como desaparecen las espinillas. Tampoco es –necesariamente– el enésimo despertar de la centroizquierda, si es que eso va a redundar en que los Guidos Girardis de este mundo puedan seguir jugando a las frases hechas como quien juega con soldaditos de plomo mientras es Ministro de Defensa. Quisiera creer uno que es el despuntar de un sentimiento que conocimos la primera vez que supimos que algunos dormían en campamentos mientras nosotros gozábamos del lujo que significa una cama cómoda cuando empieza la noche. Algo pasó entremedio, que nos dejó de parecer un asunto de cuidado.
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Foto: Kirlian / Licencia CC
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