En Chile estamos acostumbrados a enterarnos de noticias que indignan, entristecen y nos dejan enmudecidos por la crueldad de base que revelan. La mayoría de estas noticias tienen como víctima a personas olvidadas, invisibles y/o desaparecidas.
Noticias sobre hogares de niños olvidados o abusados, adultos mayores maltratados o que comienzan a caer muertos con velocidad a causa de la pandemia, protestas de internos en prisiones son parte del día a día más duro de nuestra sociedad.
Estas personas pertenecen a dos grandes grupos: personas que se encuentran desatendidas de la red de protección de la sociedad y/o el Estado, o; personas que se encuentran internadas en recintos de protección y/o seguridad de la sociedad o el Estado.
Reducir la existencia de grupos desatendidos parecía ser el gran derrotero del Estado post dictaduras en Latinoamérica y sobre todo en Chile. El desafío del Estado que puede llegar a todos lados y a todos los ciudadanos crecía día a día en presunta eficacia y el logro de cupos en escuelas, certificados en vez de viviendas, agua potable existente antes que distribuida y filas antes que atenciones en establecimientos de salud llegaban al paroxismo con el ministro de la cartera gritando voz en cuello: “Cum-pli-do!”La invisibilidad de los grupos sociales más vulnerables la hacemos parecer un fenómeno que simplemente ocurre presa del agobio y la aceleración de nuestras vidas, pero no verlos es una elección.
Todos parecíamos estar de acuerdo, nosotros el status quo, en que la desatención de personas era algo retrógrado, del pasado, algo Snob para sociedades como la nuestra. La realidad del estallido social y posterior pandemia nos dio de golpe con la realidad.
La invisibilizacion de temas como la escasez hídrica por medio del negocio de grandes empresas contra el agua potable de las personas es un caos que crece como un vórtice sin solución; la educación no llega a todos lados cuando hay más de 5 millones de personas que no han terminado la educación básica y/o media; los papeles son cientos de miles, pero los proyectos habitacionales son escasos y de mala calidad, en menos espacio y con mayor precariedad de barrio que lo que promete una toma o un campamento y, por cierto, ya nadie tiene salud, o al menos eso espera “progresivamente” el mismo ministro.
Una trama aún más tenebrosa se vive en las personas a las que la sociedad y el Estado han decidido internar. El vía crucis que viven los niños, niñas y adolescentes en los centros de internacion de SENAME y también en otros, así como los privados de libertad es escalofriante. En tiempos de pandemia han quedado sólo sujetos a la realidad: un puñado de personas se hacen cargo, el azar dirá si estas personas lo hacen desde el amor y protección que deseamos suponer todos, nosotros el status quo o, bien, ocurrirá como ha ocurrido siempre, que será la invisibilidad de los niños la que prime. Niños que no son sujetos de derecho porque las instancias de auto tutela mínima contra los abusos escapan de su realidad, de su historia de vida donde nadie los cuidó ni defendió, cómo podrían ellos esperar defensa o cariño, simplemente se esconden detrás de las rejas y los muros y sacarán la mano por si hay algo que tomar de la sociedad, algo que le sobre al Estado o al mercado, es decir, a nosotros, algo que se nos olvidó apropiarnos. Con esto también me refiero a los adultos internados por seguridad, por su salud mental o deterioro físico, de los adultos mayores en centros públicos y privados donde se concentran contagios en forma creciente y con una velocidad que asusta en cualquier relato de terror. A ellos se les saca del presente y de las discusiones futuras. No existen. Son invisibles.
La invisibilidad de los grupos sociales más vulnerables la hacemos parecer un fenómeno que simplemente ocurre presa del agobio y la aceleración de nuestras vidas, pero no verlos es una elección.
Gran parte de la literatura sobre plagas y enfermedades contagiosas presenta el descuido, la incompetencia y el egoísmo de los que están en el poder como responsables y provocadores de la furia de las masas. Pero por los olvidados, los invisibles nadie aboga ni reclama. Ellos mismos han perdido toda capacidad de hacerlo. En el descarte social es posible vislumbrar algo más que la política bajo la ola de furia popular, algo intrínseco de la condición humana: debajo de las interminables protestas y la rabia infinita, existe también una indignación contra las instituciones de la religión organizada, que no parecen saber cómo lidiar con nada. Menos aún con lo que olvidan, con lo que no ven, con lo que ha desaparecido.
Sin embargo, el drama del olvido y la invisibilidad de los más vulnerables de nosotros crece y se agudiza con cada crisis. Ellos ya viven en una crisis constante, nuestros problemas, sólo agudizan su crítica realidad y cuando las soluciones llegan, para nosotros, ellos quedan igual atrás, lejos de las oportunidades.
A inicios de Marzo, un estudio de la OCDE titulado “¿Cómo va la vida 2020?” Informaba que en nuestro país la mayoría de las personas se encuentran bajo el umbral de la vulnerabilidad económica, así indica que el 77,5% de la población nacional es económicamente vulnerable. Esto es revelador para muchos y coincide con las cuentas que sacamos a diario con solo transitar por nuestros barrios. Sin embargo, este dato podría hacer desaparecer una vez más a los olvidados, a los invisibles. ¿Qué vulnerabilidades apremian más? ¿El agua, la vivienda, la atención de salud, las mejora en una educación hoy distante? ¿Dónde quedan los adultos mayores internados, los que viven en prisión, sus hijos? ¿Cuanta distancia entre estas vulnerabilidades existe?
Responder estas preguntas es clave para resolver en forma ecológica nuestras necesidades y fortalecer la capacidad de las personas, pero más importante aún sigue siendo elegir ver la vulnerabilidad, mirarla a los ojos, para que aparezca el que ha sido olvidado, invisible y, nunca más vuelva a desaparecer.
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