No miento. De verdad que sustrajeron contra mi voluntad y sin mi presencia mi llavero, uno que tenía hace tiempo y que usaba para las llaves del auto. Lo curioso es que no me robaron ni la llave del auto, ni el vehículo en cuestión. Sólo el llavero.¿Cómo se llega a esta situación?No es fácil, la verdad. Se tienen que sincronizar bastantes variables concurrentes para tener esta experiencia insólita.
Primero, hay que contratar un seguro contra todo evento para el auto. Ojalá que la empresa sea conocida, tenga sucursales en todas partes y cumpla con todas las condiciones de una institución digna. Mucho mejor si la empresa lleva por nombre el apellido de un navegante portugués, que navegó un estrecho al que dio su nombre.
No olvidar suscribir el pago automático, así no se corren riesgos de cobertura u otras penalidades bochornosas.
Segundo, en forma casual y absolutamente accidental se debe sufrir un incidente que obligue a hacer uso del seguro contratado. La consecuencia del evento, debe requerir una reparación menor, algo así como desvanecer una fina pero constante raya blanca en dos puertas y parte del parachoques. Nada complicado, algo que debe ocurrir con tanta frecuencia que ni siquiera vale la pena documentarlo ni publicarlo en compendios de estadísticas nacionales.
Tercero, se deben seguir las instrucciones de un personaje que se hace llamar “El Liquidador”. A pesar de su intimidante nombre, este sujeto se presenta como un colaborador del proceso, casi como un buen amigo que en momentos difíciles entrega claras orientaciones respecto a constancias ante los representantes opacos de la ley, teléfonos de contacto, duplicado de documentos personales, etcétera.
Cuarto, confiar en el sistema y entregar el auto en un punto previamente acordado con el liquidador. Esto podría ser una emboscada mortal, si no fuese por la guía manuscrita en papel autocopiativo que entrega el recepcionista, quien ciertamente trabaja coludidamente con el liquidador. Este papel, entregado a cambio del auto, genera una gran tranquilidad y seguridad. Un detalle importante es que no se debe olvidar inventariar en este papel todo, absolutamente todo lo que contenga el auto.
Ahora surge, la verdadera personalidad del liquidador. El sujeto desaparece, no contesta el teléfono móvil ni fijo, no responde su mail, simplemente se desvanece.
Afortunadamente deja una pista y a partir de la inducción racional y metódica, es posible hallar el nombre de uno de los secuaces: el jefe del taller.
– Aló, quisiera hablar con el jefe del taller.
– No lo voy poderlo comunicar na’, el jefe tá en el taller.
– Es que quería saber de un auto que entregué hace un par de días, usted podría decirme para cuándo es la entrega.
– No va poder ser, porque tendría que hablar con el jefe del taller, que ya le dije se encuentra en el taller.
El diálogo no conduce a nada. Hay que intentar una y otra vez hasta lograr que los astros se alineen y conseguir que el jefe del taller, no esté en el taller. Paradójico.
A los pocos días, se comprende que las medidas estandarizadas de medición del tiempo, no son comunes para todos los ciudadanos. Que cuando el jefe del taller, que no está en el taller cuando habla por teléfono, dice un día y una hora, quiere decir una fecha y momento distinta al calendario que usan los otros seres humanos.
Nada que hacer.
El auto secuestrado, el liquidador en la clandestinidad absoluta, el jefe del taller con huso horario desconocido. La sensación de vulnerabilidad es total.
Pero hay que creer en el sistema. Hay que confiar en la acogida que tendrán los ruegos en los correos electrónicos enviados a los gerentes que aparecen en la página web de la Compañía de Seguros, a la vendedora del seguro, al sitio del “Defensor del Asegurado”, al Servicio Nacional del Consumidor, al Ejército de Salvación, a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, etc.
Cuando al otro lado de la línea telefónica se escucha la voz acogedora y amable del liquidador, una luz se abre en medio de la oscuridad. Sus promesas son una miel, puro néctar de confiabilidad.
El momento es grandioso, el reencuentro con el vehículo luego de ocho días de secuestro en algún lugar desconocido, se transforma en un hito, en una fotografía que permanecerá en un álbum virtual por siglos.
Ahí está, limpio, rejuvenecido, sin rayas blancas ni molduras dañadas.
Sencillamente reluciente.
Entonces, como si nada fuera a oscurecer este momento idílico, aparece la llave del auto…sin su llavero, sin su compañero de rutas, sin su protección para bolsillos y carteras. La llave aparece sola, desnuda, indefensa.
Es en ese instante, que la ira reemplaza a la felicidad. Es inevitable increpar al sujeto respecto a esta insostenible situación.
Pero el liquidador sabe su oficio y responde con frialdad: ¿usted, incluyó en el inventario de la orden de trabajo el llavero?
Y claro, ante esta respuesta se debe terminar agradeciendo que estén las cuatro ruedas, el volante, el desodorante ambiental y los restos de arena de hace tres veranos.
Finalmente, la mejor opción será acudir a la Compañía de Seguros para denunciar el hurto del llavero. Porque, al fin y al cabo, ¿no es para esto que la gente contrata seguros?
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Foto: Keys – 427
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