Nos hemos enterado hace poco que la Real Academia Española de la Lengua ha decidido ampliar la definición de la palabra “matrimonio” para incluir a las parejas del mismo sexo. Específicamente, la nueva entrada dice así: «En determinadas legislaciones unión de dos personas del mismo sexo, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses».
¿Cuál es la importancia de este cambio? El nuevo significado de la palabra es en realidad lo menos interesante. Que esto nos obligue a repensar nuestras concepciones de lo que «es» el matrimonio tampoco es lo más importante. Lo realmente revelador de este cambio es que demuestra lo débil que es la principal premisa sobre la que descansa el argumento de aquellos que se oponen al matrimonio homosexual.
Esta premisa, siempre asumida y rara vez explicitada, es la siguiente: que el concepto de «matrimonio» es un concepto siempre «ya dado», eterno y trascendental que está por sobre los asuntos humanos y que por lo tanto no depende de factores históricos o sociales. Es de esta manera que el aspecto religioso se hace presente en esta discusión. Por eso que se da la situación de que aquellos que creen que el matrimonio es una institución divina son precisamente los que se oponen con mayor fuerza a cambiar su definición.
Los que creen que el matrimonio es un concepto «eterno» sostienen que cambiar su definición no sería más que un acto de hibris; algo que nosotros, los seres humanos, no debemos hacer. Pero la verdad es que el concepto de matrimonio no es algo que se nos entrega del más allá. Tampoco «existe» allá afuera en algún lugar esperando a que los seres humanos lo descubramos (pido las disculpas pertinentes a los Platónicos). Intentar «naturalizar» el matrimonio para convertirlo en un aspecto fundamental de la naturaleza humana es un proyecto destinado al fracaso. Es por eso que no se parece en nada a, por ejemplo, la física Newtoniana o la Teoría de la Relatividad. Esto se debe a que nadie puede simplemente cambiar o decretar el día de mañana que la ecuación E=Mc2 ha sido remplazada por E=Mc3.
Esta ecuación no depende de condiciones sociales o históricas. Tampoco depende de consideraciones éticas o morales. No se trata de que los horizontes éticos de las personas se expandan o cambien para que, llegado cierto punto, las personas dejemos atrás la ecuación E=Mc2 y lo remplacemos por E=Mc3. El uso de la energía atómica y de, por ejemplo, GPS no hace más que corroborar todos los días que la Teoría de la Relatividad apunta a una verdad fundamental del universo. Y por eso nadie puede ignorar la validez de dicho postulado científico.
No así el concepto de matrimonio. Cambiarlo es sencillo. Y eso es justamente lo que la RAE ha demostrado.
Cambiar la definición de matrimonio (sin violar principios fundamentales del universo) es simple y no demora más que unos pocos minutos. El único requisito necesario para cambiar este concepto es que nosotros, las personas, tenemos que haber demostrado la voluntad de avanzar en la construcción de una sociedad más justa. Es por eso que todas las construcciones sociales (a diferencia de las construcciones científicas) se pueden cambiar sin afectar las verdades fundamentales del universo.
Toda construcción social puede cambiar, ya que siempre depende de su contexto histórico-social. Pero no se trata de relativizar todo. Al contrario. Es sólo porque, justamente, no todo es relativo, que un cambio a la definición de matrimonio es posible. Más allá de la aparente «relatividad» de todo se esconden ciertas certezas y verdades que ya la gran mayoría de las personas hemos asumido como tales. Esas certezas constituyen el trasfondo sobre el cuál descansa el concepto de matrimonio. ¿De qué está constituido este trasfondo? Entre otras cosas, por las ideas de dignidad, justicia, amor y respeto.
Estas ideas son compartidas por la gran mayoría de las personas y sirven de sostén para otras ideas (como la idea de «matrimonio»). En lo que diferimos las personas es en la aplicación concreta de las ideas que habitan ese trasfondo. Entonces es en ese terreno donde se han de llevar a cabo los debates. Discutamos qué es una vida digna. Qué constituye el respeto al otro. Y de qué manera podemos construir una sociedad más justa.
Una vez debatido esto, nos daremos cuenta que enfrascarnos en debates acerca de la verdadera naturaleza del matrimonio es un debate menor. Si aceptamos que todos los seres humanos tenemos una dignidad inherente y que todas las personas tenemos el derecho a vivir en una sociedad justa entonces se nos hace fácil aceptar que excluir del matrimonio a ciertas personas es un acto de injusticia. Y para remediar dicha falta no es necesario ir en contra de nuestra naturaleza ni violar alguna ley fundamental del universo. Muy por el contrario: para remediar dicha injusticia sólo se necesita remecer conciencias. Y uno de los pasos más importantes que podríamos haber dado en esa dirección es haber cambiado la definición que aparece en el diccionario.
Y se hizo sin haber puesto en peligro la relación del ser humano con el universo y sin haber violado alguna ley fundamental del universo.
*Columna publicada originalmente en Cambio 21. Blog: http://ignaciomoyaa.wordpress.com/
** Ignacio Moya es magíster en filosofía.
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Foto: Pablo David Flores / Licencia CC
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