¿Son tan victimarios como parecen o hay algo de víctima en ellos? Han sido criados bajo parámetros de violencia, frustración y olvido. Buscan cualquier “oportunidad” para recordarnos lo que como sociedad no hemos sido capaces de resolver. Esa es la “ley” en sus guetos de hambre.
Violencia explícita versus violencia implícita. En esta somera frase se puede compendiar un aspecto que nos ha tocado conocer y vivir como chilenos a lo largo de nuestra rica-y no menos dolorosa- historia republicana. Hago alusión a nuestro proceso de conformación histórica como país con los dos conceptos anteriores para subrayar que, aunque nos duela, la violencia, lamentablemente, ha estado encarnada e involucrada en la secuencia de sucesos que nos llevan hasta donde estamos hoy. Triste. Duro. Sin embargo, en los acontecimientos ocurridos durante la última jornada del 11 de septiembre, en la que todos recordamos el Golpe de Estado de hace 39 años, la historia no fue distinta.
Tuvimos que volver a lamentar, como en innumerables oportunidades, el fallecimiento de otro mártir de Carabineros. Esta vez se trató del cabo segundo, perteneciente a la 49a comisaría de la comuna de Quilicura, Cristián Martínez Padilla. Un joven oficial de 27 años que encontró la muerte a manos de un adolescente de tan solo dieciséis años a través de una bala “modificada” para causar el mayor daño posible durante las escaramuzas en la zona. El hecho causó, como era de esperar, la indignación de toda la opinión pública por el injusto deceso y el asombro impávido por la frialdad de su victimario que “quiso pitearse a un carabinero”.
La tragedia también fue enérgicamente condenada por el propio presidente Sebastián Piñera. Como todos, no me queda otra cosa que lamentar profundamente la muerte de este uniformado que cumplía cabalmente con su deber de proteger a los ciudadanos de acciones violentas y límites de las que fuimos testigos. Pero, también, y aunque mi planteamiento sea algo impopular, me quedó una amarga sensación no solo después de escuchar el audio de los colegas de armas que asistieron en sus últimos minutos al policía, sino que, además, al oír las declaraciones vertidas por los participantes de la gresca en Quilicura.
Me hicieron preguntarme, ¿son tan victimarios como parecen o hay algo de víctima en ellos? Es evidente que los 11 de septiembre de cada año son una fecha para reflexionar en perspectiva sobre lo sucedido y revisar nuestras propias conductas, si es preciso para contribuir a la sociedad y ser mejores personas y ciudadanos. Se trata de decir “nunca más a la violencia, pese a nuestras legítimas diferencias”. Jamás con una molotov o algún otro medio para generar daño, destrucción y caos. Pero esos jóvenes no lo entienden. Han sido criados bajo parámetros de violencia, frustración y olvido. Buscan cualquier “oportunidad” para recordarnos lo que como sociedad no hemos sido capaces de resolver. Esa es la “ley” en sus guetos de hambre. Ahí. Sí, a pasos del mall.
¿Eso no es violencia? ¿No es violento que en el Parlamento se profieran insultos sin consensuar una postura de respeto en un minuto de silencio por las muertes, vengan de donde vengan? No se trata en lo absoluto de empatar acciones, ni tampoco de justificarlas. Muy por el contrario. Sería una interpretación completamente alejada de mis propósitos y ánimo. Pero sí nos confirman la presencia de una violencia implícita y muy dañina cuando emerge de las sombras en las que habita. Silenciosa y prolongada. Subrepticia. Latente. Entonces, bajo dicha óptica, y aunque sea doloroso destacarlo mientras todavía corren lágrimas por lo ocurrido, se hace urgente darle una mirada seria al problema. Porque, pese a que no nos guste, hoy, al menos para mí, deberíamos llorar por dos, o quizás por muchos más.
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