En dictadura todos pasamos a ser sospechosos, enemigos latentes de la Patria y las reparticiones públicas se llenaron de guardias de seguridad y nuestro carnet de identidad pasó a ser un salvoconducto que nos permitía ingresar a cualquier Ministerio, Municipio, Empresa Estatal o Privada, como un extranjero de paso por el país, como alguien que la realidad pasa a ser una maqueta.
Tenía 15 años cuando amanecí un martes 11 con un golpe militar en mi ventana. En ese entonces no entendía demasiado qué era un golpe militar. Había llegado a Santiago en 1972 al Barros Arana, a completar mi enseñanza media, con una maletica llena de sueños.
A los pocos años del golpe, comprendí que la dictadura, como régimen totalitario que era, se instaló en mí en el periodo más esplendoroso de mi vida, esa en la que uno va descubriendo el mundo exterior y interior, esa etapa de la que surgen preguntas sobre la identidad del ser, donde la sexualidad comienza a bullir y a definirse y se comienza a tomar posiciones en la vida.
Tenía 32 años, cuando por fin, se fue la dictadura. La derrocamos después de una ardua lucha, tras espesos 17 años. Nos sacamos un peso demasiado grande de encima. Nos pudimos abrazar con esperanza, con desahogo, con la expulsión de ese dolor encajado que anduvo 17 años rumiando con nosotros.
Los símbolos de ese régimen opresor fueron diversos, variados y se te iban pegando en la piel, en las pupilas y en la conciencia, sin que te dieras cuenta. En dictadura, caminar por las calles en dirección a tus cotidianidades y los signos de la opresión estaban ahí, a tu paso y te entraban por osmosis y ya casi no duelen, o duelen, pero los mecanismos de autodefensa del yo reaccionan para que tu moral no se derrumbe y puedas llegar a tus lugares sano y salvo, con tus emociones balanceadas; y poco a poco, sin darte cuenta, vas mutando en cómplice del totalitarismo. Te vas para adentro, te enroscas, te encaracolas.
El pensamiento, la palabra que purga y redime fue castigada e inmolada en el frontis de la Escuela Militar: una pira de libros de estudios sociales, de literatura y poesía comprometida eran quemados. Todos lo vimos por la televisión. Desde ese día el libro y el lector quedaron bajo sospecha: dime qué lees y te diré quién eres. La autocensura se hizo su espacio, conquistó su lugar.
Los carabineros, desde el mismo día del golpe, introdujeron sus pantalones en las botas. Esas botas negras, lustrosas, nos remitían a sentirnos deambulando dentro de un cuartel, un regimiento o un largo y angosto centro de detención.
En dictadura todos pasamos a ser sospechosos, enemigos latentes de la Patria y las reparticiones públicas se llenaron de guardias de seguridad y nuestro carnet de identidad pasó a ser un salvoconducto que nos permitía ingresar a cualquier Ministerio, Municipio, Empresa Estatal o Privada, como un extranjero de paso por el país, como alguien que la realidad pasa a ser una maqueta.
Los carros guanacos, policías encascados y pantalones embotinados, militares ametrallados, siempre apostados por aquí y por allá, al acecho.
A los inicios de la dictadura, la represión se ejercía en la noche, a la hora que a todos nos mandaban acostar temprano y nos instalaban la televisión y sus Kukulina Show, para que la fanfarria televisiva no nos permitiera oír los allanamientos y algunas balas locas y no viéramos cómo alguien esa noche era metido en un Chevrolet Opala.
Autos con 4 hombres engafados y con casacas de cuero, mirándote severos desde una esquina o rasgando la ciudad, espolvoreaban de un terrorífico escalofrío tus caminatas o las páginas de tus clandestinas lecturas. Salías del Taller 666 en calle Antonia Lope de Bello, y ahí estaban apostados vigilándote y uno sin saber si eras el elegido de esa noche o no.
Pero al tiempo, la dictadura mostró sus colmillos a plena luz del día. Nos hicieron saber dónde estaban los cuarteles de la CNI, para que supiéramos que ahí se castigaba de manera cruenta a los desobedientes. El dolor de los torturados tenía que expandirse como una onda que te quema y abrasa tu ternura.
Un día unos amanecían acribillados, otros degollados, otros quemados, un dirigente ejecutado dentro de un taxi, una mujer torturada haciendo declaraciones en un noticiero enfocada por sus propios verdugos, un periodista acribillado contra un muro. Eran el lenguaje de la dictadura: un ramalazo de muertes dándote en la cara.
El dictador construyó un terraplén mazacotudo e instaló la “llama de la Libertad”, de una libertad travesteada de gesta. Esos bloques grises y duros, eran otro signo y otro espacio que endurecía nuestros pasos por la ciudad. Las dictaduras necesitan amordazar, intimidar e instalar el miedo en sus ciudadanos y convertirlos en seres rígidos, duros, obliterados, inexpresivos, incapaces de asombrarse; logran anularles sus capacidades de asombro, dejarlos convertidos en muñecos de trapo.
Cuando se acabó la dictadura, nos percatamos por el efecto de su ausencia, que habíamos sido el reality de la Granja Orwelliana durante duros 17 años, donde se nos obligaba a ser felices a la fuerza.
Hoy en plena democracia, aún quedan vestigios de ese poder opresor y totalitario y parece que a nadie llama la atención.
Los símbolos del poder castrador derivaron en tendencia cultural. Se aceptan sus signos sin remilgos: vivimos sumergidos en el logos de la represión.
Aún, por el mero afán de controlar, vigilar, siguen apostados en las calles carros guanacos, zorrillos, policías con chalecos anti-balas. Siempre están ahí al acecho de nuestros desplazamientos de transeúntes anónimos. El Palacio de Gobierno con barricadas, estableciendo una trinchera infranqueable entre el poder y el ciudadano.
En las protestas sociales, la policía está usando infiltrados civiles.
El jueves 16 de Agosto un joven estudiante fue detenido por un par de civiles, como en tiempos de plena dictadura y a nadie le importó. Los habitantes simbolizamos el peligro inminente, somos la reencarnación del peligro.
El poder necesita poner su coraza protectora “para bien de todos”, y para eso necesita los símbolos de ese poder indestructible, monolítico, cosificador del hombre. Somos el huevo de la serpiente.
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