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La esperanza está en la inteligencia ecológica

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Desde pequeños, se nos ha enseñado que la vida se desarrolla en dos grandes medios: el medio rural y el medio urbano. En el primero, generalmente se habita en un terreno dispersante y la vida se desarrolla en el campo, en donde se realizan las actividades primarias a través de la extracción de recursos naturales. En el segundo, la vida se desenvuelve en la ciudad, muy ligada originalmente a la aparición de la agricultura, puesto que las poblaciones prehistóricas se asentaron en un mismo lugar para cultivar sus alimentos y después cosecharlos. Así, comenzaron a formarse aldeas, pueblos y mucho más tarde las ciudades. Por supuesto que el concepto de ciudad ha cambiado con el tiempo, lo que hoy en día conlleva que la interacción entre las personas y la naturaleza  –al menos en la ciudad– se haya reducido a niveles alarmantes.

Vivir en una sociedad capitalista caracterizada por su paulatina desvinculación del medio ambiente, ha significado que los seres humanos desconozcan la importancia que tiene la comprensión y el cuidado de nuestro entorno natural. Por ejemplo, esto se ve reflejado en el vago interés por la tierra que manifiesta el chileno contemporáneo, a diferencia del amor y empatía que el pueblo mapuche aun hoy muestra por la «Ñuke mapu».

Del mismo modo, muchos niños crecen sin salir de un entorno urbano y su contacto con las plantas, los animales y los parajes naturales llega a través de la escuela, libros o videos. Hay pediatras, educadores y psicólogos que ya hablan del síndrome o trastorno por déficit de naturaleza, un mal que afecta a los niños que viven alejados del contacto con entornos naturales y que se manifiesta en forma de obesidad, estrés, trastornos de aprendizaje, hiperactividad, fatiga crónica o depresión, entre otros síntomas.

Por otra parte, seguramente usted habrá escuchado o visto circunstancias en las que los niños son alejados de prácticas socialmente “femeninas”, como regar las plantas o acompañar a personas interesadas en el cuidado de su jardín. Es más, comúnmente es “mal visto” que los niños se interesen por la jardinería, la agricultura o la ganadería porque sencillamente no es masculino, hay otras personas que deben dedicarse a esas tareas o mercantilmente no es conveniente porque se espera que el niño de la casa, en el futuro, estudie una carrera acorde a las necesidades del mercado. Las razones más fantasiosas se emiten cuando los infantes se interesan en respetar y cuidar la biodiversidad.  Por consiguiente, ¿no es acaso una necedad alejar a nuestros hijos de las maravillas que nos entrega la naturaleza?

Todo va cambiado y nuestro entorno también. Las plantas ya no son las mismas de antes o simplemente algunas especies se han extinguido, los animales han variado su comportamiento conforme cambia su hábitat o la disponibilidad de alimentos. Los seres humanos tampoco quedan exentos de estos procesos cambiantes, evidenciando su desarrollo en los adelantos científicos y tecnológicos. Sin embargo, nuestro cerebro, a pesar de esos adelantos, ha evolucionado muy poco, recién en la actualidad tenemos conciencia de ello. Pues, entre muchos factores, nuestro despertar ecológico se debe a los cambios climáticos sustentados en la famosa gráfica que muestra el aumento de las concentraciones de dióxido de carbono –uno de los gases causantes del efecto invernadero–, que se ha ido acumulando en la atmósfera desde la revolución industrial, alcanzando niveles críticos en la actualidad. Lo pernicioso no es la acumulación de gases –como el metano– que, en resumidas cuentas, causan en forma natural el efecto invernadero, sino más bien el verdadero peligro estriba en la acumulación de gases en la atmósfera que son producidos por efecto antrópico, o sea, por el ser humano. El afán de unos pocos por mantener  las comodidades de vivir en una sociedad capitalista, han llevado a estos individuos a abusar de: la quema de combustibles fósiles, la minería sin remediación, la deforestación, la sobrepoblación de automóviles y del avance de la industrialización, a niveles francamente preocupantes. Es precisamente este nivel de indiferencia por el medio ambiente el que en la actualidad no deja dormir a científicos expertos en la materia, tratando de hallar alguna estrategia para evitar el avance de lo que hoy se ha familiarizado como “Calentamiento Global” que, por necedad humana, somos los principales causantes en su descomunal avance, de acuerdo al último informe entregado por la ONU.

Además de los fenómenos climáticos, vivimos en una sociedad en donde el consumismo estimulado por una publicidad aberrante –cada vez más desligada de las normas éticas de la profesión–, responden al modelo económico neoliberal en un contexto en donde las personas no se interesan por la elaboración y mucho menos por el contenido de los productos que consumen. No obstante, nuestro cerebro lentamente va concientizándose frente a estas situaciones y comienza a preguntarse por qué hay ciertos componentes químicos en un champú que provocan alergia o por qué cierto componente que parecía inofensivo en una crema  o un té produce cáncer. Es por esta razón que resulta imperativo tener una mirada retrospectiva frente al impacto ecológico que día a día tiene el consumir ciertos productos o servicios, es decir, comenzar a instaurar en la sociedad lo que Daniel Goleman denomina “Inteligencia Ecológica”. Para los chilenos, la forma más sencilla es fomentando la educación científica y volviendo a nuestras raíces, rescatando la esencia de nuestros pueblos originarios, que es precisamente el amor por la naturaleza. A estas alturas, ya no tiene nada de malo que los niños establezcan vínculos hasta afectivos con las plantas o los animales, puesto que, está demostrado científicamente que favorece un desarrollo cognitivo óptimo y el éxito en la adultez.

Por cierto que no es iluso comprobar la veracidad de los beneficios de interactuar amablemente con la naturaleza. Así pues, los investigadores de la UM Marc Berman, John Jonides y Stephen Kaplan descubrieron que la memoria y la atención mejoran «en un 20%» después de una hora de interacción con la naturaleza, simplemente dando un paseo en un parque. A su juicio, este descubrimiento puede ayudar a personas que padecen de fatiga mental. Asimismo, el trabajo ha demostrado que interactuar con la naturaleza disminuye el tiempo de recuperación de pacientes de cáncer, mejora la memoria y también la atención.

A estas alturas, ya no tiene nada de malo que los niños establezcan vínculos hasta afectivos con las plantas o los animales, puesto que, está demostrado científicamente que favorece un desarrollo cognitivo óptimo y el éxito en la adultez.

Del mismo modo, Montse Julià –directora del centro Montessori-Palau de Girona y secretaria de la Asociación Montessori Española– enfatiza que antes de los seis años las principales aportaciones del contacto con la naturaleza son la exploración sensorial, el enriquecimiento y control del movimiento, la mejora del autocontrol y de la capacidad de enfocar la atención y el respeto. En cambio, entre los seis y doce años, cuando los niños están en plena etapa de razonamiento, la naturaleza les permite aprender a relacionar, a observar, a pensar de forma razonada, a sentirse bien con ellos mismos. Y en la adolescencia ese contacto contribuye a formar a la persona social, a ejercitar su responsabilidad, libertad y autonomía, y les proporciona seguridad.

Por su parte, Mari Luz Díaz -psicóloga y presidenta de la red Onda- coincide en que, más allá de todos los beneficios sobre la salud, las capacidades intelectuales y el equilibrio emocional que pueda suponer que los niños estén en contacto con la naturaleza de forma espontánea, si se aprovecha ese contacto en contextos educativos –aulas de naturaleza, granjas escuela, etcétera– los espacios naturales se convierten en un gran recurso pedagógico para educar la percepción de los niños y hacer que estos aprendan a discriminar, a categorizar y a ordenar la información, a establecer vínculos afectivos con la naturaleza y los seres vivos y a desarrollar sentimientos de respeto y de protección del medio ambiente.

Estimulando en la población la importancia de estudiar y proteger nuestro ecosistema y, más aún, conocer los productos que consumen en la cotidianidad, siendo críticos del impacto ecológico que implica consumirlos, la sociedad gradualmente irá evolucionando, nuestro calidad de vida mejorará, el mercado comenzará a adaptarse al “Desarrollo Sostenible” y la esperanza de vivir en mundo mejor podrá persistir aun cuando la realidad intente demostrarnos lo contrario; volver a empatizar con nuestros pueblos originarios y a través de ellos, con la naturaleza, permitirá que nuestros cerebros evolucionen colectivamente hacia la revolución verde.

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Foto: Wikimedia Commons

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