El caso de Daniel Zamudio no es sólo un caso criminal, sino que pone en el tapete, una vez más, el problema recurrente que implican aquellos credos o dogmas, que consideran válida la agresión contra otros a nombre de ciertos fines.
¿Se justifica agredir a alguien en nombre de ideas o fines que se presumen superiores? Claramente no. Éticamente, no se justifica bajo ningún punto de vista. El problema es que aún hay gente que considera válido el uso de la fuerza para imponer sus credos particulares.
La mayoría de esos dogmas se caracterizan por una visión totalitaria, totalizante y colectiva del mundo, donde el ser humano (como individuo y persona) que difiere o es distinto del sujeto ideal, planteado por dicho dogma, es visto como un lastre, un problema, una forma de corrupción.
Como es de esperar en estos modos de pensar, los principios de tolerancia y pluralismo son inadmisibles, pues debido a sus conceptos totalitarios, no permiten ni aceptan la más mínima desviación en cuanto a su ideal colectivo, en todo sentido. Cualquier divergencia del ideal planteado, en cuanto al ser humano y la sociedad, es considerada una desorientación, un extravío, un descarrío, una traición, un revisionismo, una perversión, una impureza.
Cualquiera sea el caso, la diferencia o la divergencia, es vista como un atentado a “los ideales superiores de una mayoría poderosa, de la mayoría organizada, de la sociedad, del pueblo, de la nación, la patria”.
En todos estos modos de pensar totalitario -donde los ideales se presumen como irrefutables, superiores e incorruptos, y por tanto independientes a cualquier impureza humana contingente- surge la idea de “corregir”. Y eso no es más que el propósito de encauzar (o forzar) hacia esos fines colectivos superiores, la “inconsciencia” del individuo que se considera transgresor, desviado, corrompido, distinto. Todo con el propósito de “purificar” de esas desviaciones, a la utopía pretendida por el dogma.
¿Cómo se encauza la consciencia, según los credos totalitarios?
Para los dogmas totalitarios hay un solo modo, que no es otro que el uso de la agresión contra las personas. El fin -que presumen superior a cualquier otro- justifica el medio, la violencia, la coacción. Sólo así visualizan posible esa “limpieza” o esa “pureza”.
Esa fue la lógica totalitaria que dio paso a la “Solución final” en la Alemania nazi, la Gran Purga en la URSS, el Muro de Berlín que dividió Alemania, a la Inquisición, al macarthismo en Estados Unidos, la Revolución Cultural en China, y un largo etcétera.
Por eso, cada vez que usted justifica la coacción o la violencia en nombre de sus propios ideales, está siendo cómplice indirecto de una golpiza como la que recibió Daniel. Como se preguntaba Hannah Arendt, “¿Quien dice que yo, que condeno una injusticia, afirmo ser incapaz de realizarla?”
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