Pocas personas saben que Hong Kong es uno de los mayores destinos migratorios de trabajadores de países más pobres, como las Filipinas o Indonesia. Estuve allá en diciembre del 2011 y mi anfitrión –que conocí a través de CouchSurfing– es un integrante del movimiento Occupy Central Hong Kong. Me quedé en una carpa durante cinco días, duchándome en un centro de deportes y utilizando el baño público al cruzar la calle.
El 18 de diciembre se desarrolló una manifestación, y yo, queriendo saber más sobre los motivos de la misma, leí atentamente los comunicados y escuché a lxs organizadorxs.
En el City Hall Memorian Garden se reunieron más de cien personas, gran parte de ellas originales de las Filipinas o Indonesia. La exigencia era simple: no más explotación de lxs trabajadorxs migrantes. Los carteles señalaban frases como “somos trabajadores, no esclavos”, y las personas gritaban consignas relacionadas –lo bueno es que eran en inglés, así que pude sumarme. Llegamos al área del Edificio del Gobierno y lxs dirigentes sociales hicieron sus discursos.
Es sorprendente cómo en las realidades de países tan distantes podemos encontrar tantas similitudes. Lo que ocurre entre Hong Kong y lxs inmigrantes provenientes de las Filipinas o Indonesia no es muy distinto de lo que ocurre entre Chile y lxs inmigrantes de Perú o Bolivia. El abuso físico y psicológico, las leyes y prácticas laborales injustas y la vulnerabilidad en la que se encuentran lxs trabajadorxs migrantes de ambos países constituye una grave violación a los derechos humanos.
Cuando vemos extranjerxs viviendo en nuestros respectivos países y nos nace un sentimiento de repudio, deberíamos recordar que la mayoría de las personas del continente Americano son inmigrantes recientes. En todas partes de mundo ocurre lo mismo, la diferencia está en los tiempos. Nuestra colonización es reciente, y por eso me enfoco específicamente en ella. Españoles y portugueses vinieron en la primera leva hace aproximadamente 500 años. Luego alemanes, italianos, asiáticos, entre otros.
Eso nos dificulta a la hora de reflexionar sobre nuestra identidad nacional. Los países de Asia, por ejemplo, tienen sus propios idiomas, que estaban ahí desde antes que llegaran los europeos, aunque ahora modificados. También tienen templos, vestimentas, comidas, tradiciones, desde mucho antes de ser sometidos al imperialismo. Eso no ocurre en nuestro continente. Hablamos el idioma de nuestros colonizadores, y casi todo lo que teníamos antes fue destruido o transformado en mera atracción turística.
La pregunta más común que me hacían en Asia era “¿de dónde eres”, seguida de un “oh, Brasil, pero ¿por qué eres blanco?” Es verdad que mi apariencia no cumple para nada con el estereotipo que hay sobre el país donde nací, pero lo cierto es que cualquiera puede ser brasileñx, pues somos camaleones. El ser latinoamericanx conlleva una mezcla reciente que, en mi opinión, nos hace ricxs en cultura y población, una diversidad transversal que, sin entrar más a fondo en la discusión sobre el imperialismo, debería ser motivo de orgullo y respeto. Los pueblos originarios, los colonizadores españoles y portugueses, los esclavos africanos, los inmigrantes europeos y asiáticos… todos estos hicieron –y hacen– de nuestro continente lo que es hoy: una ensalada donde no existe un tipo de persona, sino infinitos, como un colorido universo humano.
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