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El tiempo suspendido

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Diciembre, un salto en el calendario capaz de dejar en suspenso lo importante.

Cada fin de año se produce la misma dinámica colectiva, de edulcoradas celebraciones navideñas con su fuerte componente de consumismo. Sin embargo, esa necesidad de huir, de suspender la realidad para sumergirse en la fantasía de un espacio-tiempo durante el cual se impone una tregua, es para muchos un requisito indispensable que les permite continuar enfrentando unos desafíos que los superan. Con la fuerza de las tradiciones más arraigadas y alimentado por un sistema de consumo masivo capaz de condicionar la economía familiar, diciembre se presenta cada año como un acuerdo social y psicológico cargado de esperanza, pero también como un mecanismo para evadir la fuerza de las circunstancias.


El deslumbramiento colectivo de las fiestas de fin de año -con su carga emotiva de ofertas de paz y prosperidad- adormece y le pone filtro al color del paisaje sin transformar ni un ápice el verdadero escenario.

Durante un mes se tiene la idea de fin de ciclo; en él se instala una sensación de nuevo inicio según nuevos propósitos con la búsqueda de diferentes resultados, pero en realidad solo es la continuidad de un flujo temporal en el cual permanecen los mismos problemas y desafíos, similares carencias y profundas desigualdades. La tregua, sin embargo, suele contener un factor de optimismo capaz de orientar las expectativas hacia la búsqueda de un cambio. En los países latinoamericanos, en donde las raíces de sus tradiciones religiosas se entrelazan con una fuerte herencia colonial de estructuras verticales, racismo y marginación, los anhelos de paz y concordia tan abundantes durante las fiestas solo rascan la superficie de las sociedades.

Más de la mitad de los pueblos de nuestro continente sobreviven a duras penas entre la pérdida de derechos, el hambre y un sistema económico cuya premisa es el aprovechamiento de las necesidades de las mayorías para enriquecimiento de unos pocos, protegido en sus abusos por gobiernos corruptos pero sobre todo incapaces de gestionar la administración de políticas públicas eficaces y correctas. Los buenos deseos decembrinos quedan obsoletos como aquellas tarjetas navideñas tiradas al basurero en cuanto despunta enero. Los indicadores de desarrollo -o deberíamos decir “de subdesarrollo”- siguen señalando con cruda exactitud la ausencia de Estado en la mayoría de nuestros países, tal y como se le describe en ese texto fantasioso llamado texto constitucional.

Conscientes de las ventajas de aprovechar este tiempo suspendido para desviar la atención de la ciudadanía y ocultar sus maniobras, quienes gobiernan y quienes inciden desde las sombras en la gestión pública amarran tratos, ocultan evidencias y engañan con estrategias de imagen. En la realidad, el deslumbramiento colectivo de las fiestas de fin de año -con su carga emotiva de ofertas de paz y prosperidad- adormece y le pone filtro al color del paisaje sin transformar ni un ápice el verdadero escenario. El golpe de realidad llega sin anestesia en cuanto comienza el año con su carga de deudas, desempleo y el inevitable enfrentamiento con un sistema depredador sólido e inamovible.

La esperanza del cambio hacia un sistema más equilibrado de poderes y oportunidades no se convertirá en realidad de la mano de un simple salto de fecha. Será posible, si acaso, con la firme determinación de actuar para provocarlo, de generar una dinámica social capaz de pasar hacia el nuevo año con la suficiente lucidez y resolución que haga realidad ese cambio, y con la disposición de trabajar duro para lograrlo.

El cambio solo se producirá si existe la suficiente voluntad para provocarlo.

TAGS: #AñoNuevo #Desigualdad

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