Ahí estaban los taxistas, sintiéndose parte de un paro que motivaría miles de voluntades para apoyarlos. Total ellos también eran ciudadanos y sentían que el Estado estaba pasando sobre lo más importante que tienen en la vida: la forma de ganársela.
Los vidrios de sus instrumentos de trabajo estaban pintados con consignas que culpaban al actual gobierno de preferir a Uber por sobre ellos, los clásicos, los típicos, los hombres medios que, sin importar el signo político de quienes ocupan La Moneda, igual tienen que trabajar, como lo repiten hasta el cansancio.
Una vez que la administración Bachelet invocó la Ley de Seguridad del Estado para sacarlos de las carreteras que estaban interrumpiendo, se sintieron víctimas. Nadie los entendía, eran unos trabajadores que estaban siendo reprimidos por un aparato estatal que no los escuchaba y los apartaba literalmente del camino.
Una vez que la administración Bachelet invocó la Ley de Seguridad del Estado para sacarlos de las carreteras que estaban interrumpiendo, se sintieron víctimas. Nadie los entendía, eran unos trabajadores que estaban siendo reprimidos por un aparato estatal que no los escuchaba y los apartaba literalmente del camino. Por eso es que se vieron vulnerados y hasta fortalecieron su indignación en contra de las autoridades.
¿Por qué los demás compartían su molestia? ¿Por qué no eran aplaudidos por lo que ellos consideraban algo así como una gesta heroica? No lo entendían. No sabían la razón por la que no había jóvenes y adultos caminando a un costado de sus automóviles para así manifestarse en pro de una causa que ellos consideraban legítima, aunque solamente fuera una pataleta individualista en la que alegaban porque sus bolsillos se vieron afectados por un sistema que ellos avalaron con su silencio.
Los taxistas de este país son tal vez la expresión más clara del ciudadano medio que fue creado por ciertas lógicas que han reinado por años en este país. Su taxi es algo así como una cápsula en la que viven alejados realmente de lo que sucede más allá de sus vidrios, aunque circule constantemente por la ciudad. Su manera de reaccionar es siempre autoritaria y extraña que haya un poder central que aplique mano dura, sin que les toque a ellos sufrirla.
Por esto es que nadie quiso marchar con ellos. Convivir con un taxista es hacerlo con el ciudadano despolitizado que tiene tatuado en la mente el gran lema de los últimos años en Chile: “cada uno con sus problemas”. Lo repiten en todo momento, sin darse cuenta, e incluso aparece en cada conversación que uno tiene con ellos como si fuera una declaración de principios. La manifestación misma lo demostró: no querían lograr nada más que La Moneda se rindiera hacia sus peticiones, sin siquiera mirar alrededor. No había una expresión colectiva, sino una suma de solitarios individualismos que se unieron únicamente para hacer visible su enojo.
Lo que vimos este lunes fue el despliegue de la cultura del “cada uno con sus problemas ”, clamando porque sus intereses personales fueran los nuestros. Quisieron que, luego de años de indiferencia ante todo tipo de expresión popular, los capitalinos tuviéramos algún tipo de deferencia hacia su egoísmo militante. Sin embargo, eso no sucedió. Muchos preferimos mirar hacia el costado e incluso alegrarnos de la medida tomada por las autoridades. Total, pensamos, ellos podrán solucionar sus problemas solos.
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