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El sacrificio de vivir en un balneario

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Como me crié en Contulmo, un pueblito pequeño en medio de la Araucanía, cuando me traslade a vivir de Santiago a Algarrobo en el 2013, sabía que la decisión implicaba renunciar a muchos beneficios de la gran ciudad, porque para mí, igual que para cualquiera “de provincia”, la desigualdad territorial  es lo natural. Tengo claro que el tener que lidiar con una falta de recursos y oportunidades que raya en lo irrespetuoso en áreas de  salud y educación pública, vivienda, trabajo, etc. es parte del día a día de la mayoría de los chilenos, sin embargo, para los que viven fuera de Santiago, la inequidad se incrementa, por ejemplo, el tener que  viajar a otra ciudad para acceder a un hospital de calidad, estudiar o trabajar encarece y complica aún más la vida cotidiana de las personas.

Sin embargo, lo que no esperaba encontrar detrás de la postal de la “capital náutica de Chile”, fue una de las verdades que reveló  una de las primeras cosas que me dijeron al integrarme a la comunidad Algarrobina: acá, en el verano, las vacaciones y los feriados hay que “sacrificarse” mucho para atender bien al turista. Inicialmente pensé que la frase tenía sentido sólo porque la temporada alta es corta y el resto del año es muy poco rentable, sin embargo, con el tiempo he ido descubriendo que el sacrificio que supone para los habitantes de una comuna balneario el sostener el modelo de turismo extractivista, sobre el cual cimentamos el crecimiento, sin desarrollo, de nuestras localidades costeras, va mucho más allá de la estacionalidad del rubro.

Uso el término extractivista de manera responsable, ya que al igual que las  industrias que basan sus negocios en la extracción depredadora de los recursos naturales, el turismo industrializado e informal, sin regulación, de consumo desmedido, va dejando en su avance grandes daños ambientales y acrecienta las desigualdades sociales en los territorios. Para entender la magnitud del negocio en la zona, según SERNATUR, en el litoral central (en sus cuatro comunas), se reciben en total más de 2,5 millones de turistas cada verano.

Basta con observar un tiempo nuestras ciudades para notar como son el resultado de  un largo proceso de apropiación y uso del territorio de estilo neoliberal, que también vemos en la mayoría de nuestras ciudades, con la particularidad de que el trazado urbano se ha ido forjando en función del interés de la industria turística, es así como en nombre del crecimiento económico, hemos  sacrificado gran parte de nuestro patrimonio natural y cultural, que es justamente lo que nos da valor turístico y hemos postergado, como ciudadanos, nuestro propio derecho a ocupar el territorio, como si los paisajes no fueran nuestros, si no que parte de un hermoso escenario para el disfrute de los turistas y nosotros, residentes detrás de las bambalinas.

Lejos de lo que puede parecer, este proceso no es orgánico ni casual, es gracias a planes reguladores y políticas locales pensados para fomentar el negocio inmobiliario a gran escala y la venida de más y más turistas, no residentes. Como consecuencia, los residentes hemos perdido el libre acceso a muchas playas, junto con cualquier posibilidad de fiscalizar sus usos o la protección de su flora y fauna, observamos, desde lejos, como en las áreas rurales, en torno a la línea de la costa se instalan cientos de parcelas de agrado, propiciando el desarrollo urbano precario, sin servicios, que existe en una suerte de informalidad e ilegalidad, fuera del plan regulador y sin planificación alguna de urbanización, llamando especialmente la atención el tema sanitario, donde los propietarios, de manera individual y sin restricciones, perforan el suelo y extraen agua de vertiente para usos que suelen incluir piscinas y céspedes siempre verdes, sin consideración alguna por la crisis hídrica que afecta a la región. Por otro lado, en el radio urbano grandes inmobiliarias están amurallando el borde costero con torres de decenas de departamentos de veraneo, con piscinas tipo lagunas, ostentosamente grandes, arrasando valiosos sectores de ecosistemas naturales, como campos dunares y humedales, que nos protegen del riesgo de inundaciones o tsunamis.

Las cifras del censo de 2017, demuestran que la planificación que hicieron las autoridades de la década de los 90, en conjunto con las grandes inmobiliarias que dominan el mercado local, ha sido exitosa en convertir a Algarrobo en una comuna que su principal servicio es alojar segundas viviendas: Algarrobo tiene 13.817 habitantes que ocupan sólo el 28% de las viviendas construidas en la comuna, mientras que el otro 72% corresponde a segundas viviendas desocupadas y sin datos del porcentaje de ocupación en la época estival. Esto no ha traído el desarrollo de servicios permanentes para sus habitantes, porque no parece tener sentido el desarrollo de servicios cuando no ‘se ocupan’ en el invierno.

Toda esta sobre explotación turística, además de estar destruyendo nuestros recursos naturales y paisajes y hacer colapsar nuestros sistemas y servicios en temporada alta, ha creado una dinámica de dualidad en nuestra pequeña sociedad, que hoy, en el marco de la crisis generalizada que ha causado el Coronavirus, se muestra de manera tan concreta que podemos ver como los dos tipos de habitantes que reclaman propiedad sobre nuestro territorio, los vecinos y los turistas, llevan semanas, literalmente, peleándose en las calles por acceder a  Algarrobo y varias otras comunas balneario de la quinta región que presentan situaciones similares a la nuestra. Los vecinos han estado tomando medidas, desde las más extremas y desesperadas como levantar barricadas y poner lienzos, hasta las más cívicas como levantar hashtags en redes sociales y enviar cartas a autoridades, para alertar sobre lo obvio: lo muy desprotegidos que nos sentimos, la precariedad de nuestros sistemas y lo poco que tenemos disponible en realidad para atender, incluso si fuera sólo a todos quienes tienen una propiedad acá.

Es así como en nombre del crecimiento económico, hemos  sacrificado gran parte de nuestro patrimonio natural y cultural, que es justamente lo que nos da valor turístico y hemos postergado, como ciudadanos, nuestro propio derecho a ocupar el territorio.

Esto último me lleva a la reflexión que dio origen a esta columna: junto con todas las demás falencias de nuestro sistema neoliberal, que han quedado expuestas en las últimas crisis sociales, desde el estallido del 18 de octubre hasta la cuarentena, también es evidente que nuestro modelo turístico, extractivista, sobre el que “planificamos” nuestras ciudades que cuentan con riquezas naturales, especialmente en las comunas balneario de la costa central, se está volviendo insostenible.  En Fundación Territorios Colectivos creemos que es fundamental integrar criterios de sustentabilidad y equidad sobre el derecho a la ciudad, así como mejorar los canales de participación ciudadana vinculante, para empezar a entender de verdad y valorar las identidades locales en cada territorio, especialmente considerando que nuevos factores externos, como el del cambio climático, seguirán poniéndonos en escenarios de crisis en un futuro cercano, de lo que Cartagena y Algarrobo ya son ejemplo al estar bajo el riesgo de perder sus playas y borde costero, según lo expuso un panel de expertos en el Seminario Borde Costero, una mirada desde la sustentabilidad, en septiembre pasado.

Finalmente, urge tener una discusión amplia y con participación ciudadana que nos permita avanzar hacia un cambio de modelo, que sea capaz de atender aquellas demandas ineludibles de los residentes y que revierta aquellas vulnerabilidades que emergen del modelo actual, poniendo como eje central la realidad y calidad de vida que los territorios poseen por sobre el modelo económico y que nos conduzca hacia un estado posneoliberal.

Por Constanza Jana Franzani, arquitecta, Directora Fundación Territorios Colectivos.

 

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