Cuando un padre fallece, se cumple el rito sanador de acompañarlo a la última morada, se siente el dolor y se explican al interior de las familias las razones de su partida, se procesa y se continúa con la vida, pero cuando un padre demora 36 años en regresar a nosotros para cumplir con este rito, es inexplicable.
Es también inexplicable y atroz, por cierto, conocer las causas y detalles de la muerte que enfrentaron mi padre, Fernando Ortiz Letelier, y tantos otros padres como Horacio Cepeda y Lincoyán Berríos. Estos asesinatos y miles más, a la luz de la historia de nuestro país, son repudiables y condenables políticamente.
Absolutamente nada justifica la acción misma de los asesinatos, la falta de humanidad, el silencio y complicidad de quienes ejercieron y fueron testigo del terror y de una justicia que observó indiferente nuestro recorrido en búsqueda de la verdad durante 36 años. Este proceso por encontrar justicia vio crecer a nuestros hijos.
El asesinato de mi padre, como lo fue el de mi compañero y padre de mis hijos el año 1985, se produjeron al amparo de un gobierno y sistema que concentró el poder para delinquir, asesinar y destruir las bases de una naciente nación que tuvo la posibilidad de construir un país de justicia, solidaridad, respeto y mejores condiciones materiales de vida para millones.
El gobierno de la muerte, o la dictadura chilena, como muchas otras de Latino América, lideró el proceso de destrucción selectiva de honestos hombres y mujeres que dedicaron sus vidas a la construcción de nuevos y justos proyectos de sociedad. Personas dedicadas al noble ejercicio de trabajar por un Chile de justicia. También destruyeron el presente y futuro de generaciones que tuvieron que crecer en la miseria material y cultural, porque mientras ellos se apropiaban de las riquezas del país y concentraban el poder para la destrucción humana y material, reinó la ignorancia, la falta de sensibilidad, la intolerancia, la falta de respeto por la vida y la cultura. Hoy todavía reina la complicidad.
Conocí del valor y trascendencia de acceder a la cultura, la ciencia y el conocimiento, de un padre que entendía el desarrollo de la sociedad cuyo centro articulador eran las oportunidades para que cada mujer y hombre potenciaran y desplegaran sus capacidades. Lo hacía desde su intachable condición de militante y riguroso académico de nuestra Universidad de Chile. Fue formador de jóvenes obligados a ser testigos del horror y la muerte que desplegaron.
Los máximos exponentes de la dictadura, de la muerte y brutalidad, tendrán que explicarles a sus hijos y nietos sus acciones, podrán decir que no pudieron hacer nada, que no sabían lo que sucedía, pero la historia y la justicia se encargarán de señalarles sus responsabilidades directas, porque los antecedentes históricos nos indican que no existió desconocimiento, sino complicidad e indiferencia ante tanta muerte y sufrimiento.
El patrimonio de la cultura, la vida y la justicia nos embarga a quienes recorrimos pasillos, golpeamos puertas, recorrimos calles, gritamos y arriesgamos todo en búsqueda de la verdad, en la búsqueda de nuestros padres, hijos y hermanos. Nos embarga el respeto por nuestros particulares y colectivos actos por encontrar justicia. La dignidad de estos actos se transmite a nuestros hijos y nietos. ¿Qué le transmitirán los cómplices de la dictadura a los suyos? No dejo de sentir dolor por ello, por la injusticia que significará para tantos el saber y conocer de las conductas inhumanas de los suyos.
Hoy cuando despido a mi padre he vuelto a ser hija, a recordar sus cálidos abrazos y sus palabras cargadas de justicia y humanidad. Recuerdo su forma de actuar, siempre asumiendo y haciéndose cargo de las necesidades de una sociedad donde no existían los otros diferentes, éramos todos en búsqueda de mejores condiciones de vida.
Fernando Ortiz Letelier fue mi padre, el militante, académico, maestro y amigo. Fue esposo, compañero y guía. Sufrió la tortura, la crueldad y la muerte a manos de hombres que ejercieron el poder para la destrucción. Y hoy que lo despido no puedo más que sentir no haber compartido más tiempo con él, que mis hijos lo hubiesen vivido. Nos arrebataron parte de nuestras vidas, pero sobrevivimos para hacer justicia y denunciar a aquellos que todavía se niegan a otorgarla.
* Entrada publicada originalmente en El Mostrador
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