Al salir de una estación de la línea 4A, los andenes son estrechos, desaparecen las escaleras mecánicas y la escalera que te lleva a la salida debe tener poco más de dos metros de ancho. Para llegar a la calle se debe cruzar una pasarela que es protegida por una rejilla de un entramado que evoca a un gallinero, que no protege del sol ni la lluvia, pero sí de que piedras u otros objetos contundentes caigan sobre los automovilistas de la autopista Vespucio Sur.
Probablemente haya robustos estudios técnicos sobre flujos y densidad poblacional que justifican en parte lo descrito. Lo técnico es importante, pero este no es un problema exclusivamente técnico, ya que el metro debe ofrecer una experiencia similar a sus usuarios, incluyendo a quienes se dirigen, por ejemplo, a la población San Gregorio desde el metro La Granja.
En este sentido, se puede entender que la distribución de cines y bancos sea desigual, ya que su presencia responde al lucro y la segregación propia de nuestra ciudad. También se entiende que la inversión pública debe ser costo efectiva, pero el metro es un servicio público y cada estación debería, al menos, mantener los estándares que ya conocemos.
El metro no hubiera perdido dinero al hacer algo mejor en este caso, sino que perdió la oportunidad de construir un hito arquitectónico en una zona socialmente deprivada, que al decir de medios de comunicación dados a las persecuciones policiales, parece estar “tan lejos de Roma y tan cerca del capo”.
Esto puede parecer una magnificación, pero basta un simple ejercicio: ¿es posible imaginar una línea de metro con estas características en un sector de mayores ingresos? Difícil. De partida porque en otros lugares, además de contar con andenes más anchos, las líneas de metro no dividen las comunas en dos, puesto tienen el buen gusto de desaparecer bajo tierra. Así también las autopistas urbanas (basta pensar en gran parte de la línea 4 y lo que se proyecta será la extensión de la autopista Vespucio en el sector oriente).
Por último, una cuestión que a estas alturas conmueve un poco, es que nuestro metro todavía despierta una frágil costra de educación cívica en sus usuarios, esa que impide sea sistemáticamente rayado como los buses del Transantiago. El metro, en consecuencia, debería cuidar ese patrimonio y velar por mantener un servicio de un estándar similar para todos sus usuarios, generando de ese modo integración, más allá del concreto y los fierros, en una dimensión que también es subjetiva. Sin embargo, ya se sabe, el pasaje de metro es el mismo para todos, pero unas estaciones son más iguales que otras.
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Foto: Ariel Cruz
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