La serie de graves acontecimientos de público conocimiento sucedidos en los últimos meses que involucran al Sename, con su historia y deambular, nos ha mantenido en un estado de perplejidad e indignación. Los testimonios que hemos podido conocer y que se han reconstruido desde los medios de comunicación han generado un repudio transversal. Cada semana se suman historias que nos muestran la desgarradora realidad de los niños privados de cuidado parental, la situación de las residencias de protección y los efectos de la internación. Las consecuencias no se han hecho esperar. Fue destituida la directora de Sename, un diputado renunció a su partido durante la semana pasada aludiendo a esta problemática y diferentes sectores de la sociedad exigen respuestas y cambios profundos al sistema de protección de la niñez desde múltiples veredas y lugares de poder. Existe consenso de que la situación del sistema de protección de la niñez es insostenible y que se requiere una transformación profunda, radical y urgente.
Somos muchos los que queremos creer que este escenario de malestar, críticas, ideas, propuestas y exigencias desembocará en acciones transformadoras del sistema, pero para eso no serán suficientes los cambios de autoridad, las modificaciones administrativas o la suma de nuevos recursos económicos. Es indudable que en el corto plazo se deben tomar decisiones, pero la urgencia no siempre es la mejor aliada y hay varios ejemplos de medidas reactivas que no sólo no tienen efecto, sino que profundizan el daño.
Debemos considerar que nuestro sistema de protección es muy particular en su funcionamiento, pues pese a toda la evidencia histórica que da cuenta de su estado de permanente crisis, así como la precariedad e ineficiencia de su institucionalidad, es un sistema que se resiste a todos los cambios y es, al final de día, el gran sobreviviente ante cada crisis. Un ejemplo de lo anterior es que existe un saber acumulado por décadas sobre cómo mejorar las condiciones de aquellos niños que se ven privados del cuidado de sus padres y deben ser acogidos transitoriamente en otros contextos institucionales o familiares. Desde el Estado y desde las organizaciones no gubernamentales se tienen experiencias, aprendizajes e ideas, no obstante, nada de eso se ha traducido en transformaciones oportunas y profundas en materia de protección de los derechos de los niños, particularmente, de aquellos más vulnerables.
En este punto, la principal dificultad, a mi modo de ver, no sólo radica en definir los diagnósticos, propuestas, modelos de trabajo y posibles costos para llevar adelante los cambios. Contamos con información y evidencia en nuestro país y región para tomar algunas decisiones correctas y eficientes en varios de los frentes críticos de nuestro sistema de protección de la niñez. Pero nada de eso será útil en el largo plazo y seguiremos sintiéndonos inmersos en un estado de impotencia y frustración sino actuamos sobre el mayor de los desafíos: modificar una cultura social y política que ha edificado una institucionalidad de la niñez que opera naturalizando la negligencia y violencia que hemos conocido con crudeza por testimonios y noticias. Una institucionalidad rígida, que insiste en llamar menores a los niños, que permite mantener un sistema de financiamiento y atención que convierte a los niños en objetos de la caridad, del asistencialismo y del control.
La mayor contradicción es que, pese a que tenemos a nuestra disposición un marco jurídico como la Convención sobre los Derechos de los Niños que establece la noción de niño como sujeto de derechos, nuestra institucionalidad, pública y privada, mantiene un trato hacia los niños fuertemente arraigado en representaciones basadas en la carencia, la tutela, el desvalimiento, la orfandad, etc. Los niños, desde este discurso, ocupan el lugar del sobreviviente, permanecen en un estado de extrema fragilidad y agonía quedando a merced de la autoridad de las instituciones de protección que pueden imponer sus valores, ideas y creencias sobre quienes cuida en nombre de un bien mayor. ¿Cuántas instituciones religiosas que tienen bajo su cuidado a niños consultan a estos y a sus referentes significativos si desean bautizarse o hacer la primera comunión?, ¿Qué posibilidad tienen centros de acogida con 30, 40 y hasta 80 niños de respetar la singularidad y no transformarse en institucionales totales que homogenizan la experiencia?, ¿Cómo participan y qué vinculación mantiene un niño internado con sus referentes significativos y su contexto de origen?
La tragedia recurrente que observamos en un sistema que hiere en lugar de proteger, no es sólo la ineficiencia de su accionar o la falta de protocolos para resolver situaciones de crisis específicas, sino la naturalización de prácticas que distan mucho de estar orientadas hacia el cuidado y la protección de todos los que participan, y que en lugar de promover un ejercicio respetuoso de cuidado ético hacia el otro, reducen la experiencia de los niños y niñas a un estado de permanente desamparo y soledad, privados de la posibilidad de mantener sus vínculos, de conservar su historia y sentirse escuchados y acompañados en su dolor.
La niñez vulnerada en sus derechos ha sido, es y, probablemente seguirá siendo un ámbito secundario en materia de políticas públicas y que sólo interesa como un objeto de instrumentalización de la contingencia política y mediática cuando irrumpen las tragedias. Los niños son objeto de un discurso que encierra una profunda paradoja: por un lado se hace una permanente apología de la infancia como una prioridad, los niños como semillas del futuro, herederos de los sueños inconclusos de los adultos, junto a un sin número de otros adjetivos que establecen un marco de idealización de la infancia. Pero por otro lado, ese discurso no se condice con prácticas de buen trato en aquellos casos en donde es co-responsabilidad de las instituciones brindar el cuidado y la protección en aquellos casos en donde la vulneración ha roto las confianzas y los lazos generando un daño que puede permanecer toda la vida.
Si realmente queremos un sistema de cuidados alternativos que pueda garantizar los derechos de los niños ¿Estamos dispuestos a transformar el sistema de protección residencial por un sistema de acogimiento familiar y comunitario disminuyendo con ello el número de residencia en Chile?
Acostumbrarnos a la repetición de la crisis sin arriesgar un cambio en el modo de hacer las cosas, demuestra que nuestra sociedad e instituciones han desarrollado una capacidad alarmante para tolerar el malestar de los niños al extremo de justificar, mantener y naturalizar un trato hacia la niñez inaceptable e incompatible con los derechos humanos y los derechos de los niños.
Aunque nos cueste reconocerlo la infancia es un campo en disputa, hay intereses muy fuertes por sostener prácticas y formas de hacer políticas públicas en esta materia. Disputas que no solo se dan entre lo público y lo privado, sino que también se tejen entre disciplinas, sectores políticos, entre colaboradores del Estado, etc. Todos declaramos estar preocupados, interesados y sensibilizados con la niñez, pero eso no es suficiente para organizar una mirada colectiva de acuerdos mínimos enfocados en generar otra política y otro trato hacia los niños.
Si realmente queremos un sistema de cuidados alternativos que pueda garantizar los derechos de los niños ¿Estamos dispuestos a transformar el sistema de protección residencial por un sistema de acogimiento familiar y comunitario disminuyendo con ello el número de residencia en Chile?, ¿Dispondremos de una oferta pública y privada enfocada en prevenir la separación de los niños de sus padres con los apoyos y soportes necesarios?, ¿Existirán intervenciones orientadas en preparar y acompañar los procesos de reinserción de los niños y sus familias que han pasado por la experiencia de vulneración de derechos, separación e internación?
Todo indica que hay un camino que aún debemos transitar si es que queremos ser capaces de construir, a partir de nuestro contexto e historia, propuestas que nos permitan resolver la innumerable lista de asuntos pendientes con la niñez de nuestro país.
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Tamara
Cabe aquí preguntarse qué es primero el huevo
O la gallina? Con la clásica respuesta que dice que es imposible de determinar si la patología psiquiátrica es previa, o durante , o por , o empeorada, o todas las anteriores al contexto familiar pre sename y luego EN el sename . La unidireccionalidad es reduccionista . Grave deuda pendiente con la infancia , sobre todo, la más pobre de nuestro país. Ser pobre, ser «loco» y ser niño triada maldita en chile . Abandono abandono abandono.
Rodrigo Paz Henríquez
Para quienes tengan dudas si el 70% de patología psiquiátrica que afecta a niños SENAME es causa o efecto de su internación, dejo este artículo que muestra como EL TRAUMA TEMPRANO PERINATAL ENFERMA A ESTOS NIÑOS ANTES INCLUSO DE NACER http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4214175/
Rodrigo Paz Henríquez
Le recuerdo al autor de la columna, que el 70% de los niños en Hogares SENAME padecen de patología psiquiátrica y que, al menos, en la mitad de estos casos, es de gravedad suficiente para requerir medicación y psicoterapia especializada. Las familias de acogida y otros sistemas de cuidados alternativos NO reemplazan la internación en centros de Salud Mental adecuados, la hacen más breve, en el mejor de los casos. En el 30% de niños menos dañados, por cierto que familias de acogida podrían evitar la internación. En el caso particular de #Lissette por ejemplo, ella no habría podido jamás beneficiarse de una Familia de Acogida, no mientras siguiera recibiendo el pésimo tratamiento médico y psicoterapéutico que estuvo recibiendo, por años, en la Clínica Psiquiátrica clandestina en que el Estado de Chile transformó SENAME. Para haber podido se dada de alta a una Familia de Acogida #Lissette tendría que haber sido primero BIEN TRATADA de su PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA