Quisiera abrir una reflexión sobre un tema moral. Sí, un debate abierto y franco sobre nuestras costumbres y los principios que las rigen. Soy consciente de que una discusión sobre la moral no es precisamente un tópico muy popular, a sabiendas de que nos situamos en una era de relativismo en donde el pensamiento crítico ha fermentado al punto de convertirse en escepticismo. Este último ha sido destilado al punto de obtener el licor del cinismo con el que nos hemos embriagado hasta perder la conciencia. Esa capacidad humana que debía presidir el comportamiento del individuo, aquella habilidad reflexiva que se fortalecía como conciencia moral, es la que de forma cínica hemos aniquilado, como si al promover una conducta ética y un marco general de valores comunes estuviésemos anhelando un resabio del pasado, propio del autoritarismo feudal.
En vista del aumento de las desviaciones éticas a todo nivel, considero de suma relevancia abordar con seriedad las razones que motivan el escepticismo que nos corroe. El tema es de importancia en todo el hemisferio occidental cuyo crecimiento se propone como modelo global. Así, resulta curioso que el concepto de desarrollo que hemos propuesto no incluya casi nada más que el incremento económico, dejando completamente de lado otras formas aún más importantes de crecimiento como el desarrollo moral y espiritual. Ser ciegos a tales necesidades nos pone en un callejón sin salida del que no seremos capaces de escapar a menos que empecemos a preocuparnos de lo que realmente importa para el fortalecimiento de las personas y de las comunidades en que éstas se insertan.
A menudo suelo escuchar jactarse a los padres y madres de los valores que estarían inculcando a sus hijos, como si la educación moral de los niños se produjera por ósmosis conceptual. Se les olvida que los niños aprenden directamente de los ejemplos, no de las palabras y discursos. Cabe entonces preguntarse qué clase de ejemplo es el que damos a las nuevas generaciones. ¿Existe una congruencia entre lo que decimos y lo que hacemos? Honestamente, creo que la respuesta es un rotundo no. Ya que nos hemos vuelto profundamente relativistas y escépticos no podríamos esperar otra cosa. En este mismo contexto de incredulidad, si existe algo que caracteriza a nuestra cultura occidental contemporánea es la desconfianza. Así como los niños aprenden rápidamente que no pueden confiar en sus padres al descubrir sus constantes inconsistencias, relativismos, acomodos y laxitudes morales, nosotros hemos aprendido de igual forma a desconfiar de las instituciones sociales, de los políticos, de los vecinos, hasta de los amigos. Vivimos en un marco social en donde todo lo que se daba por sentado en la época de los bisabuelos ya no produce certeza ni respetabilidad.
Es evidente que nos enfrentamos a la peor crisis de confianza que hayamos visto en toda la historia moderna. No solo perdimos la confianza en los líderes, las instituciones, la democracia, la justicia y los mercados; también perdimos la confianza en la familia, la pareja y los hijos. Es un mundo que camina derecho al despeñadero de la anomia social o la completa falta de normas y principios compartidos. Aunque pocos quieran asumirlo, estamos asistiendo al probable fin de la civilización occidental, al menos tal y como la conocemos. La razón es la pandemia de la mentira, esa sensación generalizada de que el engaño, el encubrimiento y la distorsión de la verdad son completamente válidos para conseguir los propios fines, sin importar el daño que la deshonestidad esparce sobre las relaciones humanas y la sociedad entera.
Si queremos enmendar el rumbo necesitamos asumir la honradez y la veracidad como principios rectores de toda nuestra conducta, tanto pública como privada. Es el camino más seguro para un profundo y transformador cambio cultural. Ninguna reforma política o económica puede hacer por nosotros nada, si no comenzamos por mejorar sustancialmente el ladrillo con el que se construye toda la sociedad: el individuo y su integridad moral.
Aunque los caudillos seguirán emergiendo en época de elecciones con sus ofertas y soluciones mágicas que prometen un cambio radical, todos sabemos que nada cambiará de esa manera. Porque el problema somos todos, con nuestra práctica cotidiana de deshonestidad, viveza y oportunismo; porque nos gusta llenarnos la boca con palabras rimbombantes mientras somos inconscientes de las miles de mentiras, distorsiones y acomodos que realizamos a diario para hacernos la vida más fácil. Aunque es un ejercicio difícil de realizar, podemos preguntarnos: si fuéramos otro, ¿creeríamos a ciegas en nuestra capacidad para ser honrados, correctos, veraces, responsables, leales y cumplidores? Desgraciadamente, también nos gusta mentimos frecuentemente a nosotros mismos. Al responder livianamente que sí, posiblemente nos estemos basando en esa misma imagen ficticia que hemos construido para mantener elevada el autoestima y seguir adelante sin tener que cambiar nada. Porque vaya que molesta tomar conciencia de nuestras fallas.
He escuchado y leído muchas veces esa frase atribuida a Mohandas Gandhi que reza: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. Aunque suena muy bonita, nadie la aplica. Estoy seguro de que si la tomáramos en cuenta todos los días, la humanidad sería distinta. No se trata de un idealismo ingenuo. Se trata de asumir la responsabilidad y comprender que la verdadera revolución comienza en uno. La pandemia de la mentira que ha regado la crisis de confianza exige que nos hagamos cargo todos juntos. Ninguna buena idea para reformar una nación puede prosperar cuando la materia prima de un país, es decir su gente, padece de cinismo, ese descaro en el mentir y esa desvergüenza en el actuar.
Es evidente que nos enfrentamos a la peor crisis de confianza que hayamos visto en toda la historia moderna. No solo perdimos la confianza en los líderes, las instituciones, la democracia, la justicia y los mercados; también perdimos la confianza en la familia, la pareja y los hijos. Es un mundo que camina derecho al despeñadero de la anomia social o la completa falta de normas y principios compartidos.
Nos hemos acostumbrado a sospechar, como una base razonablemente válida, que todos nos mienten. Desde el presidente hasta el mendigo, todos intentan sacar provecho por medio de tretas viciadas, de versiones intencionalmente parciales, de embustes deshonestos. Se lo debemos en parte a que la publicidad nos engaña, a que los medios nos desinforman y a que los políticos nos hacen promesas vanas. Pero también se lo debemos al hecho de que nosotros también mentimos como un hábito mecanizado que se ha vuelto inconsciente como toda costumbre largamente reiterada. Mentimos al no reconocer nuestros errores, porque los ocultamos. Mentimos al pedir prestado, sin tener el firme propósito de devolverlo. Mentimos cuando hacemos promesas que no deseamos o podemos cumplir. Mentimos al sonreír a aquél del que recién hemos hablado mal. Mentimos al defender principios que no estamos dispuestos a implementar. Mentimos de tantas formas distintas, pero la peor de todas es cuando mentimos al asegurar que no mentimos. Y es que ya ni siquiera nos damos cuenta.
Tenemos que hacer algo. Si no damos el ejemplo y promovemos la veracidad como valor fundamental de la sociedad seguiremos estando en este entuerto, sin poder vivir tranquilos al soportar la convivencia en el seno de un pacto social totalmente fracturado por la desconfianza. Al decir esto me estoy esforzando por ser honesto y veraz. Aunque duela saberse mentiroso y aunque pocos se atrevan a reconocerlo.
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