En su obra “Todo va mal” el historiador Tony Judt hace una interesante reflexión en torno al fenómeno de la socialdemocracia y de la izquierda histórica. A la generación actual de jóvenes “progresistas”, simpatizantes de izquierda, antiglobalistas o antifascistas, les parecerá extraño, casi un mito, el saber que en el pasado siglo XX, en la época histórica denominada de “posguerra”, hubo en occidente (en realidad en el occidente Europeo y Norteamericano) un periodo de bienestar social, caracterizado por políticas públicas que atendían al interés general (servicios de salud y educación universales y de calidad, planes de vivienda, salarios dignos etc.).
El denominado Estado de bienestar que proveía -mediante un aparato de Estado fuerte- a sus gobernados de las garantías básicas para su desarrollo económico y social se acercó mucho a una especie de híbrido ideológico-político donde el sistema capitalista no se contraponía a una especie de socialismo democrático. En otras palabras, la economía de mercado de entonces (no dominada aún por los sistemas financistas, como actualmente ocurre) era plenamente regulada por los Estados nacionales quienes, bajo determinadas directrices de planificadores competentes, hicieron posible que el ideario progresista centrado en la “Equidad”, y que habitaba en los limbos o en el éter teórico, bajara y se asentara por fin en la tierra. En ese entonces pocos eran los intelectuales que se tomaban en serio las posturas radicales de los “Estados mínimos” y del libre mercado benefactor. Había una especie de consenso intelectual, incluso en los sectores conservadores, de que la participación del Estado como ente regulador de la economía nacional era un hecho necesario y razonable. Y no podía ser de otra manera ya que la realidad fáctica había dado esas graves lecciones que le caracterizan: con la gran depresión del 29 y los fascismos europeos (que en gran medida fueron apoyados por el conservadurismo) que dieron paso a la segunda gran guerra. Como lo menciona Tony Judt eran minoría aquellos teóricos conservadores (Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper y Peter Drucker…) que sostenían el advenimiento del totalitarismo debido al protagonismo del Estado en los asuntos económicos y de planeación social. Estos abuelos de los “económetras” (y su pretendido cientificismo) de la “Escuela de Chicago” resultaban anacrónicos en su tiempo, pero fue suficiente una “revolución ideológica” para que lo que parecía desfallecer volviese a vivir.Todo se trata de adaptar el discurso para beneplácito del público en turno, mientras que aquellos que hacen la historia nos hacen creer aún en la existencia de dicotomías inexistentes (derechas e izquierdas)
Irónicamente los descendientes del Estado de bienestar de mediados del siglo XX se convirtieron en “rebeldes” del sistema benefactor occidental (obtenido, entre otras cosas, por la explotación de las ex colonias: de ese tercer mundo del que sigue siendo parte Latinoamérica), y es ahí donde debemos ubicar –a despecho de parecer enemigos de las epopeyas históricas reconocidas- los movimientos sociales y estudiantiles de finales de los 60s en los países denominados “del primer mundo”, y que poco tuvieron que ver con sus equivalentes, por lo menos en el tiempo, en los países subdesarrollados.
Es decir que mientras en los países industrializados de Europa y Norteamérica se reivindicaba el interés personal (“prohibido prohibir”, “haz lo que quieras”) por encima del colectivo (la propia comodidad material y los servicios sociales satisfechos de toda una generación) en los países del “tercer mundo”, los movimientos estudiantiles, obreros, campesinos o de guerrillas, buscaban precisamente la consecución de ese Estado del bienestar del que renegaban las juventudes europeas y americanas progresistas.
Ironías de la historia que superan la ficción: como en una repetición, periplo histórico o cíclico, actualmente, en la segunda década del siglo XXI, el progresismo se ha dividido como en aquel entonces, y el reclamo y la razón esencial que lo constituyeron e hicieron valioso: la lucha contra la explotación humana en todas sus formas y la oposición a la acumulación del capital, de la riqueza, en reducidas élites criminales y explotadoras (el 1% de la humanidad para ser más precisos), ha pasado a segundo término, pues tenemos como prioridad en la discusión pública (y en su monopolio representado por los Mass Media) las diversas ideologías de género, las políticas de identidad (sean sexuales, culturales o individuales), la crisis medioambiental, el feminismo institucionalizado y demás reclamos que han sido muy bien aprovechados por la ingeniería social y el conservadurismo de hoy.
Hay que aclarar, evitando juicios lapidarios propios de la estrechez intelectual, que las actuales (y pasadas) reivindicaciones individuales del progresismo no son en sí mismas poco valiosas, o perjudiciales para la colectividad, pero no por ello tenemos que obviar que sus contradicciones y excesos (sobre todo en el caso de las ideologías de género) han sido muy bien aprovechados por los creadores de agendas globales y de comportamientos deseables, y por una derecha que ha adoptado la apariencia de defender los “valores” perdidos. Pero sobre todo, ante la división y distorsión del progresismo es el conservadurismo quien ha recuperado su retórica que, como lo explica Judt, era considerada anacrónica ya desde el periodo de entreguerras en el siglo XX. ¿En qué consiste esa retórica que ha devenido actualmente en una especie de fundamentalismo ideológico irrebatible? ¿Cuáles son las afirmaciones fundamentales de su credo? “Los mercados deben ser libres, la desregulación es esencial para el desarrollo económico, el Estado no puede ser gestor sino facilitador de la actividad del mercado que se auto-regula así mismo por obra de su propia lógica científica y benefactora”. A estos mandamientos pueden agregarse toda una miscelánea de teorías pasadas y presentes, y por lo menos discutibles, como el darwinismo social, el cientificismo económico, el maltusianismo o la eugenesia como filosofía social… Para el caso del actual progresismo degradado, siempre se podrá recurrir -como en aquellos lejanos años 60s del siglo XX- al marxismo, debido a su poder de adaptarse a las características de una retórica proteica que se niega a perder el vínculo, aunque sea ilusorio, con sus orígenes de causa social y colectiva.
Al final, como lo expresara Le Bon en su “Psicología de masas”, todo se trata de adaptar el discurso para beneplácito del público en turno, mientras que aquellos que hacen la historia nos hacen creer aún en la existencia de dicotomías inexistentes (derechas e izquierdas), integradas o adaptadas para las necesidades de una agenda global.
Comentarios
03 de junio
Una común declaración de izquierda, no sorprende.
Pero, al menos para poner correciones objetivas, y no entrar en las opiniones subjetivas:
El «prohibido prohibir» fue una declaración de izquierda contra un gobierno estatista conservador de De Gaulle. Por lo tanto, CONTRA el la maravillosa «participación del Estado como ente regulador de la economía nacional»…
Luego, Von Mises y Hayek son los representantes por antonomasia del liberalismo, no del conservadurismo.
Por lo tanto, uno puede escribir cualquier relato, pero cuando este tiene falsedades dadas como ejes, solo contribuye a las polarizaciones y poco debate
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