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Daniel Zamudio y el fascismo transversal

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La muerte de Daniel Zamudio ocurre a pocos días de conmemorar un año más, del asesinato de otros dos jóvenes; Rafael y Eduardo Vergara, un 29 de Marzo de 1985.

Los 3 caen de la misma manera: indefensos, llenos de vida, y a merced de una agresión inusitada, que seguramente busca aniquilar y acallar algún fantasma interno, desplazado en un otro distinto. El odio hace soportable el dolor.

Sin embargo, la muerte de Daniel, así como la de los otros jóvenes, no es un conflicto psicológico. Es un asesinato no solo desde el descontrol. En uno y otro caso, hay una convicción. Pasión y argumentos, incluso para explicar cómo y por qué puede ser posible.

Pero el otro distinto también puedo ser yo. Como víctima, sí. Pero también como victimario.

Es un consuelo, como toda ilusión, pensar que estos últimos están al otro lado de nuestra frontera. Y también considerar que solo son personas concretas.

No. Pueden estar al lado nuestro, podemos convivir apaciblemente con ellos. Pero además podemos ser nosotros mismos. Posiblemente de forma imperceptible, navegando en las aguas del sentido común. Aquel que va escurriendo como sedimento, y abonar, como diría Freud, un sicópata pasaje al acto, como fue la muerte del joven Zamudio. Del dicho al hecho siempre existe un deseo.

Es cierto, son los neonazis y su libidinización de la agresión y la violencia. El conservadurismo extremo con estadios y tipos de seres humanos. La Iglesia y su concepto de pecado y moral reducido a la sexualidad dominante. Los medios de comunicación y su trato exótico y en sorna de lo distinto y diferente. En fin. La cultura y sus instituciones hegemónicas.

Es cierto. Todo eso está allá. ¿Podemos estar tranquilos, al tenerlo identificado y encapsulado? No. También está con nosotros. Este fascismo de baja intensidad, y a veces de alta como nos ha tocado vivir, nos penetra, resistiendo a veces, pero reproduciendo otras, las prácticas sociales del poder. Lo que Foucault llamó “la anatomía política”. Cultura es también, el nombre que adoptan todas esas cosas que hacemos sin creer en realidad en ellas, sin tomarlas muy en serio.

Y así como hay sujetos para ese fascismo, también hay un fascismo que a veces a nosotros nos sujeta.

Sin embargo, no podemos pensar que estamos inmunes, dada nuestra condición de progresistas, marxistas, o liberal consecuente, tolerante ideológico, pacifista o alguna otra denominación contra sistema. Esta sería solo otra ilusión grata, que nos ahorra un sentimiento displaciente y nos permite gozar de una satisfacción narcisista, creyendo que somos los que decimos ser.

Algo de ese fascismo de baja intensidad es transversal. Incluso entre las víctimas de aquel. Está en la comunidad homosexual, distinguiendo por ejemplo, entre locas y gay. Ha estado presente en la marchas de la educación o sociales, con consignas sodimizadoras para los que reprimen, o escurriendo como lapsus (“los pacos tienen tetas, las pacas tiene tulas”). En los ataques a Hinzpeter, por su condición de judío, en la carrera compulsiva por el progreso material y sus signos de aquel, en el imperialismo estético de nuestros patrones o en los tablones del estadio, contra el jugador de color. Es el pequeño fascismo al cual estamos dispuestos a echar mano.

Hay cosas que se destruyen y reproducen con el simple hecho de ponerles un nombre. Así de sujetos estamos al lenguaje.

Cuando se niegan sus derechos a las personas, cuando se las relega a categorías denigradas, cuando se les considera seres inferiores, se les convierte en prescindibles para la comunidad.

Por eso es una noticia vital que las ideologías y prácticas discriminadoras sean tipificadas como delitos. La ley Antidiscriminación, actualmente en el Congreso, constituye un innegable avance en propiciar un cambio cultural, que viene a actualizar la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho). Las aprensiones de sus detractores en el sentido que abra la puerta, a otras “objetivos” igualitarios; hay que decir, en buena hora.

Daniel Zamudio habría expresado su deseo de ser padre. Sabía que la negación social a su deseo de reconocimiento como igual, implicaba también una negación del reconocimiento de su deseo. La espeluznante paradoja, es que personas, como sus asesinos, están habilitadas en principio, para merecerlo.

* Francisco J Flores. Psicólogo

TAGS: #DanielZamudio

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30 de marzo

Tu texto me lleva a la idea de mal banal, de la que hablaba Hanna Arendt, sobre todo cuando refería al juicio a Eichmann. Como decía la notable autora alemana: “Lo inquietante en la persona de Eichmann es que era como muchos, y que esos muchos no son perversos ni sádicos sino terrible y aterradoramente normales”.

Podemos estar conviviendo con potenciales torturadores, con potenciales asesinos, etc. Y en eso, no hay garantías ideológicas, o de clase, o de fe, porque la historia ha demostrado que el poder –en cualquiera de sus formas- corrompe a cualquiera, venga de donde venga, se diga de tal o cual forma. Sea la cultura hegemónica o la cultura contra hegemónica, el riesgo es latente.

Y es que la hegemonía dominante es una hegemonía transversal a etiquetas ideológicas, políticas, económicas y sociales, incluso contra hegemónicas. Esa hegemonía es la de la violencia y la agresión como formas de acción legítima para imponer valores, preceptos, principios. Es innegable que la mayoría, si digan de derecha o izquierda, avalan esa hegemonía según quien la ejerce.

Y eso es lo que todos olvidamos cuando nos consterna un crimen de Daniel, para luego, a la mañana siguiente aplaudir el vandalismo o la represión, que son lo mismo al final, agresión por “otras causas” contra otros.

Lo irónico es que incluso las discusiones en torno a la Ley antidiscriminación están plagadas de esa hegemonía de la agresión, de la descalificación, de ver al otro como un enemigo total, incluso de la discriminación por ser gay o por ser creyente, por ejemplo. Y eso muestra una ironía tremenda, porque mientras nadie es capaz de respetar la ética de la argumentación y la tolerancia como para entender los argumentos del otro, se pretende instaurarla por decreto, es decir, por coacción.

Pero todos sabemos que los valores que se imponen por decreto, no son más que lindos escritos.

Saludos

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