Una nueva palabra clave se introdujo en los discursos sobre el desarrollo: el “empoderamiento”. Algunos la rechazan porque implicaría que quienes tienen poder, graciosamente se lo estarían otorgando a quienes no lo tienen, y que no se debería hablar de concesiones a agradecer, sino de derechos a exigir.
Otros afirman que sólo en la medida en que el poder esté equiparadamente distribuido será posible construir acuerdos verdaderos y sustentables en el tiempo. En caso contrario, los aparentes consensos estarían escondiendo una actitud de sometimiento o de evasión ante relaciones de dependencia o de resignación, por lo que el conflicto reaparecerá como semilla bajo el asfalto.
No es coincidencia que este último discurso se esté instalando con fuerza justo ahora en que la “voz de la calle” se hace sentir con fuerza. En estos días, el concepto tradicional del poder está siendo cuestionado en todos los planos del relacionamiento humano (Estado, educación, familia, Iglesia, empresa, gremios, entre tantos otros) y las formas tradicionales de relacionamiento, para ser efectivas, están siendo reemplazadas por agrupaciones colaborativas de personas que generan sentidos comunes a través del diálogo y los contextos compartidos. Es lo que algunos han llamado comunidades interpretativas.
La nueva tendencia asume que a través del involucramiento directo de los representantes de las distintas visiones e intereses en juego, se estaría promoviendo procesos efectivos de aprendizaje, profundización y valoración del conocimiento de las distintas culturas, de los diferentes grupos, así como la reflexión y definición de roles, funciones y competencias de cada actor.
Ello, por un lado, implica el reconocimiento y valorización de los saberes y prácticas generadas por una población particular para enfrentar su desarrollo. Por otro, supone co-diseñar y co-ejecutar proyectos que respondan en forma efectiva a las demandas del grupo a partir de sus aspiraciones, capacidades y recursos.
Dado que los valores están cambiando también al interior de los diferentes grupos humanos, la búsqueda de identidad y sentido es central para ellos, por lo que hoy exigen ser el eje del proceso de construcción de las decisiones que le afectan. Por muy bien intencionado o ilustrado que sea, no aceptan que un tercero defina lo que es bueno para ellos.
Compartir poder no resulta fácil
El empoderamiento debe ser entendido como un proceso, mediante el cual los sectores vulnerables acceden paulatinamente al control sobre su vida, tomando parte junto a otros actores en el desarrollo de actividades y estructuras que permiten que la gente participe en los asuntos que les afectan directamente.
El ¨pequeño detalle¨ es que para que el empoderamiento sea realidad, quienes tradicionalmente lo han ejercido requieren estar dispuestos a compartirlo, es decir, ceder la privilegiada posición de tomar las decisiones finales, aunque ellas no necesariamente coincidan con lo escuchado previamente en el proceso participativo. “Mal que mal, para eso me pagan”, he escuchado en reiteradas oportunidades a autoridades gubernamentales y empresariales.
Otro de los desafíos de quienes aspiran a impulsar estos procesos es generar un estado de ánimo que promueva el bien común por sobre las agendas individuales. Ello requiere un proceso de preparación previa de modo que todos los participantes se “apoderen” de los objetivos, del diseño y de los resultados del proceso de construcción de un acuerdo, con el cual todos los involucrados puedan convivir, lo cual implica la disposición a no lograr todo lo que se aspiraba inicialmente.
Por otra parte, las decisiones colaborativas y la generación de consensos se traducen en largas jornadas entre actores diversos para debatir sobre asuntos controversiales. Quienes han vivido procesos similares a menudo se preguntan si el tiempo invertido habrá valido la pena, dado que finalmente unos pocos, relacionados con el poder tradicional, son los que terminan tomando las decisiones, tomando en cuenta sólo marginalmente el sentir mayoritario. Por ello, otros más suspicaces se preguntan si el “empoderamiento” no responderá a una nueva forma sofisticada de compra de voluntades.
El ¨pequeño detalle¨ es que para que el empoderamiento sea realidad, quienes tradicionalmente lo han ejercido requieren estar dispuestos a compartirlo, es decir, ceder la privilegiada posición de tomar las decisiones finales, aunque ellas no necesariamente coincidan con lo escuchado previamente en el proceso participativo.
Asumiendo que estamos frente a un nuevo desafío que plantea éstas y muchas otras incógnitas, es preciso reconocer que intentarlo vale la pena porque hoy nadie tiene el control cierto de una organización y mucho menos de la interacción entre varias provenientes de distintos sectores y visiones. Por ello, no queda mejor opción que esforzarse por entender y gestionar un fenómeno que no entendemos a cabalidad, pero que vemos que efectivamente ocurre en la práctica.
Hasta el siglo pasado, los movimientos sociales tendían a ser fragmentados, locales, focalizados en un objetivo puntual y efímero. Las redes sociales, presenciales y virtuales, vinieron a hacer la diferencia y constituyen una poderosa herramienta para equiparar poder, debido a su capacidad de diseminar la información, creando imágenes que construyen o destruyen el poder tradicional en segundos, así como de coordinación de acciones al instante.
El grupo Annonymous es el símbolo más perfecto de lo anterior: un número no identificable de personas, provenientes de los lugares más remotos del planeta y que ni se conocen entre sí, con la capacidad de derribar en 24 horas cualquier muro virtual que intente ocultar información relevante.
Por ello, la Era de la Información nos invita a repensar el poder, ya que dejó de ser un juego de suma cero (si te doy, yo pierdo), sino más bien constituye la única forma de gobernar a través de la construcción de nuevos paradigmas de responsabilidad compartida, en la perspectiva de que las personas adquieran la autoría sobre su particular modelo de desarrollo. De lo que se trata ahora no es de acaparar poder, o repartir una tajada de poder, sino de recrear la sociedad, reinventar la política, o dicho en palabras grandes, evitar el derrumbe de la civilización a partir de colectivos que no logran ponerse de acuerdo.
En este sentido el empoderamiento se convierte en un medio y un fin para lograr cambios sustanciales en la calidad de vida.
* Entrada escrita por Ximena Abogabir Scott, Presidenta Ejecutiva de Fundación Casa de la Paz y recientemente nombrada integrante del panel externo que evaluará la Política de Acceso a la Información del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
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Foto: gaelx / Licencia CC
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