Es verdad que muchos fueron acogidos por Francia tras ser perseguidos en Chile, fueron miles y eso es un hecho innegable, pero aun así, treinta años después de ocurridos los hechos y valiéndose del dolor y sufrimiento de muchos, me encontré con una muestra más de nuestra deleznable característica que nos lleva a aprovecharnos de todo cuanto podamos. Es más, hemos adornado nuestra miserable condición con el mote de “la picardía del chileno”.
El caso de los falsos exonerados ha suscitado un escándalo de proporciones solo por las implicancias políticas que tiene. De allí que diariamente vemos a los miserables de siempre agarrados con dientes y uñas de un tema que les permite hacer el único juego para el que parecen tener competencias mínimas. Unos, vanagloriándose de haber descubierto el mayor fraude de la historia y otros, defendiéndose con el eterno argumento de escuela básica, es decir, “yo no fui, yo no fui, fueron ellos, señorita”.
En un artículo anterior sostuve que una de las facetas de nuestra identidad es la de ser simples tramposos, por lo que encontrarse hoy con que hubo quienes mintieron para obtener una pensión por haber sido exonerados no debería sorprender a nadie. Pagarán los platos rotos los verdaderos exonerados. Los demás, los falsos, probablemente, dejarán de recibir aquello que durante años han robado y quienes propiciaron el pago estarán condenados con todo rigor a pagar por su “responsabilidad política”, es decir, su fechoría les saldrá a costo cero.
Es un hecho de la causa que se miente en infinitas variantes para sacar ventajas de todo cuanto sea posible sin siquiera pensar en el que pueda salir perjudicado. Se piden falsas licencias médicas si estás algo cansado en el trabajo, falsos certificados para obtener subsidio para una casa, se falsea la situación económica familiar para una beca estudiantil, se entregan falsos currículum vitae y falsos títulos universitarios. Hasta nuestros legisladores falsean leyes dejando siempre un agujero por donde puedan zafar sus amigos o patrocinadores. Hecha la ley, hecha la trampa, sin asco. ¿Recuerda usted aquel imbécil haciendo trampas en el casino directamente bajo una cámara de vigilancia? A veces ni se cruza por la escuálida mente que podría ser sorprendido, total, todo el mundo lo hace.
Contacto en Francia
Como parte de un proyecto personal, en el que fracasé estrepitosamente, estuve en Francia unos años atrás. En París, durante la inauguración de una exposición en la Maison Amerique Latin me encontré con un chileno (cuándo no) que me invitó a un bar donde se justaban los compatriotas. Unos días después visité el lugar donde efectivamente parecía uno encontrarse en cualquier bar de la lejana provincia. Métele cumbia, algo parecido a las piscolas, vino tinto y empanadas de horno. Ya en una mesa y amena conversación con los chilenos expatriados me preguntaron qué hacía yo en Francia y les conté mi proyecto comercial con el que pretendía establecerme por algunos años allí. Después de cruzar burlonas miradas entre ellos estalló una magnífica carcajada general.
El hecho es que se estaban riendo de mí y después de una seguidilla de tallas pasaron a instruirme apropiadamente ya que era un tonto si pensaba que tenía que trabajar para vivir en Francia. Para empezar, cumplía yo con el imprescindible requisito de ser chileno y eso me ahorraba el 50% de la necesidad de trabajar. Para el 50% restante solo tenía que inventarme un pariente torturado por Pinochet, alegar secuelas psicológicas y presentarme en tres o cuatro instituciones donde obtendría una vivienda social, algunos euros en efectivo y cupones de canje para supermercados. Así es como vivían ellos, a lo Hemingway, París era un fiesta, a lo chileno, burlándose entre copas de la generosa mano extendida.
Es verdad que muchos fueron acogidos por Francia tras ser perseguidos en Chile, fueron miles y eso es un hecho innegable, pero aun así, treinta años después de ocurridos los hechos y valiéndose del dolor y sufrimiento de muchos, me encontré con una muestra más de nuestra deleznable característica que nos lleva a aprovecharnos de todo cuanto podamos. Es más, hemos adornado nuestra miserable condición con el mote de “la picardía del chileno”.
El caso de los exonerados es solo una confirmación más de nuestra naturaleza de tramposos imperecederos, obligados a ser siempre controlados y vigilados, a tener miles de leyes destinadas a obligar al individuo a comportarse de una u otra manera, siempre llevado de la mano por algún tutor que se encargue que no hagamos trampa.
Hoy Chile está dividido entre dos fuerzas que han secuestrado la actividad política, pero el chileno vive en otra división más real aun que aquella: de un lado están los “vivos”, los pillos que siempre se las arreglan para que le vaya bien al precio que sea. En el otro están los tontos, aquellos que han optado por una vida decente y que tienen que trabajar honestamente día a día sin aprovecharse de los demás, esos bobos que pagan estoicamente el precio que se paga por ser una persona íntegra y no un tramposo de mierda.
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