Chile es un pueblo intrínsecamente triste, pero que busca la felicidad. Esta es una tesis que puede constatarse, entre otras cosas, gracias a 2 hechos: Los feriados excesivos y los triunfos morales. Analicemos ambos.
Suele decirse que Chile tiene demasiados días festivos. En efecto, en el año 2010 tenemos la no despreciable suma de 19 feriados (6 días más que Brasil, un país internacionalmente reconocido como uno de los más alegres del mundo). Estos días son aprovechados por las familias para ‘escapar’ de la rutina y casi siempre son sinónimo de viajes, paseos o asados. Esto quiere decir que, en general, no somos felices con nuestra cotidianidad y buscamos evadirla a toda costa. La Encuesta Gallup, publicada en Julio de este año, respalda lo aquí expuesto con números: Un 41% de los chilenos se declara feliz. O sea, la mayoría no está conforme con su calidad de vida.
En el fútbol, y especialmente con los partidos de la Selección Nacional, encontramos otra vía de escape a nuestra tediosa rutina. Y aquí, el qué celebramos juega un rol secundario. Si Chile termina primero, segundo o último en las clasificatorias da igual para la gente, que llena los estadios y vive los partidos como si fuésemos potencia mundial. El mayor logro en la historia del balompié nacional es un lejano tercer lugar en el mundial de 1962. En el tenis la historia es un poco más feliz, pero aún así estamos a una enorme distancia de vecinos como Brasil o Argentina. Nos conformamos con triunfos morales y los celebramos como si fueran victorias mayores por el contexto festivo, más que por los logros deportivos en sí.
Estos casos son elocuentes y muestran como los chilenos buscamos escapatoria a una triste y tediosa realidad.
Ante esto, es interesante indagar en una causa. ¿Existirá alguna explicación a este hecho o simplemente somos un país apenado? Para responder a esta pregunta debemos recurrir a la historia de Chile (esa que algunos quieren borrar) y a la de Latinoamérica. Primero, nuestro continente tiene un génesis racial violento. El proceso de mestizaje, que dio lugar a lo que hoy conocemos como América, fue un suceso sangriento y doloroso que sin duda impacta en nuestra identidad. Al estudiar nuestros orígenes, no nos encontramos con una historia bonita y esto podría generar una especie de eterna nostalgia contradictoria: Por un lado estamos contentos de estar vivos y de ser latinoamericanos, pero, por otro lado nos entristece la forma en que se dio nuestro origen.
Pero al compararnos con nuestros vecinos sudamericanos, encontramos que los índices de felicidad son bastante más altos que los nuestros, por lo que debe existir algo más. Y aquí es donde entra a jugar un papel clave la historia nacional. Hace 37 años, Chile comenzaba un proceso igual de doloroso que el de la Conquista de 1492: se instalaba una de las dictaduras más cruentas en términos de violación a los derechos humanos. Si bien las dictaduras son un triste distintivo de Sudamérica, el caso de Chile tiene ciertos rasgos especiales. Primero, como se dijo anteriormente, es una de las dictaduras más criticadas – nacional e internacionalmente – por sus constantes abusos y excesos. Además, terminó hace apenas 20 años, por lo que es una de las más recientes. Y por último, la figura de Augusto Pinochet representa una línea divisoria que hasta el día de hoy permanece vigente. Así, ocurre que podríamos estar sometidos a una nostalgia paradójica similar a la anterior: Si bien valoramos que hoy tengamos un país plenamente democrático, el precio que tuvo que pagar Chile por eso fue demasiado alto.
Parece natural, entonces, que nuestra identidad nacional sea la de un país triste, nostálgico, pero que busca alienarse de la realidad para encontrar pequeños momentos de felicidad. Al recordar nuestros principios, vemos que una raza fue violentada y saqueada para dar inicio a nuestra raza mestiza. Años más adelante, nuestro país vive 17 años de una dictadura llena de excesos, pero que marca el fin de un periodo económicamente desastroso, para dar inicio a los 20 mejores años de Chile. Condimentos suficientes para formar una identidad contradictoria y melancólica.
Superar esto parece ser imposible, pero hay esperanzas. Si la clase política se renovara generacionalmente, no tendríamos personajes que constantemente utilicen la palabra dictadura para fomentar divisiones odiosas. Eso sería un tremendo paso hacia adelante. Si nuestros gobernantes miran la historia con ojos, a la vez reflexivos y constructivos, de a poco irá desapareciendo aquella línea divisoria que hoy polariza a Chile. Y un país más unido es sinónimo de un país más feliz. Por otra parte, más de alguno podría pensar que, como el concepto clave aquí es la historia, sería útil suprimirla para así evitar recordar momentos dolorosos, pero esa no es la solución. Debemos enfrentarla, pero con altura de miras. Con ojos críticos e incluso nostálgicos, pero entendiendo que ahora nos toca construir y no vivir en la melancolía.
Entonces, es posible que avancemos hacia un país más alegre, pero debe haber un cambio en la manera en que analizamos nuestra historia. Tenemos que asumirla, entenderla, reflexionar sobre ella, pero mirar hacia adelante con más optimismo que con tristeza. Además, es clave que nuestros referentes políticos se actualicen; hoy no representan a la gente y, más grave aún, fomentan la disyunción social con prehistóricos discursos llenos de resentimiento.
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