Quiero partir diciendo que el nombre de este ensayo no es en su totalidad una creación mía y es altamente probable que sea una más de las tantas personas que escucharon esta denominación y simplemente la reprodujo. La idea de Chile es un archipiélago lo oí en un podcast de la periodista Vicky Quevedo y me quedó dando vueltas en la cabeza mucho rato, principalmente porque visualiza de manera muy práctica lo que vemos en Chile y como ha sido nuestra biografía.
Los conflictos que hoy tenemos como sociedad están atravesados por causas que no son posibles de obviar cuando queremos entender el por qué de los sucesos (y de nuestros males). Muchos de los argumentos planteados desde el sentido común, debilitan el debate público y la discusión política hacia una permanente actitud de desconfianza respecto a las diferencias que hoy expresa la calle, más sin lograr entender que la realidad que vivimos vino a cobrar factura de todo aquello que dejamos o no queríamos mirar.
El establecimiento de la Constitución Política de la República de Chile de 1980 más allá de establecer las cláusulas solapadas que obstaculizan el progreso democrático de la nación, en la práctica y en el diario vivir de los ciudadanos genera un impacto que se manifiesta bajo el drama de realidad que conlleva producir y reproducir la desigualdad como un hábito patológico.
Puede parecer un término manoseado si quisiéramos o fuera nuestra intención deslegitimar el proceso reivindicativo del 18/O hasta la fecha. Pero a ciencia cierta, ha sido la principal causa que ha refundado al país con ciudadanos de primera y segunda categoría.
A juicio personal, pienso que más allá de todos los debates que puedan surgir a raíz del proceso constituyente y el cambio de Constitución, hay un hecho que debiese ser considerado el más determinante para que al menos nos cuestionáramos esta posibilidad política de cara al plebiscito del año que corre.
No es ser majadera insistir en el argumento de que la Constitución es ilegítima porque se estableció en dictadura. Esta razón es elemental para discernir y ser conscientes que lo que ahí reviste, no se ajusta al Chile actual ni a las problemáticas que tenemos como país en el presente. Su origen estuvo provisto de toda clase de irregularidades y de ahí en adelante, solo condujo a perpetuar condiciones de vida completamente ajenas a las garantías que un Estado robusto debiese comprometer en pos del bienestar de sus ciudadanos. Y esto a largo plazo nos explotó en la cara.
Por mucho tiempo creíamos estar “protegidos” en una democracia (“demos-gracia” como diría Lemebel) que nos sacó de ese escenario crítico de violencia y miedo, casi teniendo que estar agradecidos de esta nueva oportunidad de ser “libres” (cuando es básicamente lo que merece cualquier nación), sin detenernos a pensar que la dirección del país está fijada en el yugo de una Constitución que finalmente avalaba y avala las características arbitrarias de un régimen autoritario en el seno de una sociedad que se declara democrática. ¿Cómo podríamos entender esto? ¿De qué manera es posible comprender y sustentar nuestro vínculo con el Estado, si es un Estado que actualmente se regula y organiza al alero de un marco jurídico hecho para una sociedad de hace 40 años atrás?
De ahí la importancia del momento constituyente que estamos viendo hoy, básicamente porque nos invita y entrega la posibilidad de discutir y reflexionar cómo es Chile y cómo debiese ser. Esta vez, considerando todos los sectores de la sociedad que por derecho deben estar contemplados en nuestra carta fundamental. Al menos que no entendamos lo mismo por Constitución transparente y democrática.
En esta línea, la importancia que debemos concederle a la representatividad es clave para una salida fértil a este cambio constitucional, puesto que además de reforzar la idea de lo compartido, es indispensable para dar soporte a la conquista del bien general.
Aunque las sociedades modernas se definan en parte, por el desvanecimiento de los vínculos sociales (en términos de sociedad líquida como lo plantea Bauman), la representatividad implica desafiar esta realidad individualista y facilita los espacios para que los intereses particulares tengan resonancia en la vida colectiva y exista por tanto, un reconocimiento de las particularidades de quienes componen el entramado social. De ahí en sociología la frase: “La sociedad es más que la suma de sus partes”. No hay en ella solo la suma de un determinado número de personas y no es ésta característica la que la define como tal. Sino la composición de significativas realidades y dinámicas de estructuras sociales diversas que para ese entonces y hasta hoy, no tienen cabida. Por consiguiente, supone fundamental profundizar en las causas y las consecuencias que ha traído consigo este defecto constitucional y que nos limita a vivir en una sociedad que cojea.
En términos coloquiales, cuando hablamos de representatividad, entendemos que es la elección de un representante que trabaja a favor de los intereses de un otro. “Otro” que ocupa la categoría de representado. Sin embargo y aunque el concepto tiene innumerables definiciones, me gustaría poner énfasis en cómo nuestra creencia habitual de lo que es la representatividad, en la práctica no estaría siendo tan genuina.
Según lo planteado por Fernando Atria en su libro “El proceso constituyente en 138 preguntas y respuestas” en colaboración con Constanza Salgado y Javier Wilenmann, la representatividad que hoy maneja la clase política, es decir, la representatividad política, no sería un camino de “abajo hacia arriba” sino que los representantes ejercerían su rol desde una “potestad originaria”. Como si la acción misma de representar fuera inherente a ellos.
“Es un grave error entender la representación política conforme a lo que hemos llamado la comprensión común de la representación. La representación política supone que el representante no representa los intereses particulares de los electores que lo eligieron, sino que articula propuestas que, desde la perspectiva de las ideas por las que fue elegido (de derecha o de izquierda, etc.) atienden al interés de todos”.[1]
Se puede interpretar a partir de la cita anterior, que las ideas que necesitan ser representadas no atraviesan una línea directa desde el seno de la sociedad, sino que se consolidan en la noción general de lo que previamente el representante cree estar representando. Dicho esto, resulta más fácil identificar por qué la desconexión política del último tiempo ha sido tan explícita. Los datos tampoco mienten. De acuerdo a la encuesta de estudios nacionales del Centro de Estudios Públicos (CEP) de diciembre del 2019, además de apreciar una baja considerable de confianza en todas las instituciones, la evaluación sobre el Congreso y los partidos políticos es catastrófica. Solo un 3% de los encuestados aprueba la gestión del parlamento, convirtiéndose este indicador, en la prueba irrefutable de cómo debiese formarse el próximo organismo constituyente.
En pocas palabras, no es novedad que el Congreso no representa a casi nadie. Las ideas que defienden y por los intereses que trabajan ya ni siquiera se acercan al ideario colectivo y para ser más precisa aún, sus posiciones valóricas van siempre en contra de lo que la sociedad requiere. De modo tal, que la conformación de una Convención Mixta para el desarrollo de la nueva Constitución no tiene sentido alguno o al menos no vendría a resolver nada. ¿Por qué habríamos de otorgarles la posibilidad de participar en la redacción de una nueva Constitución si no existe confianza en ellos? ¿Por qué si se han opuesto a este momento en tantas otras ocasiones -aún ocupando puestos de poder- no pensaríamos que sus razones para participar no ocultan una pretensión política solo para reafirmar el status quo ante la ciudadanía? Resulta imperativo aclarar este punto, principalmente porque se han intensificado bastantes mitos en relación al papel que ocupa la sociedad en el proceso constituyente, relegándolos siempre a una categoría inferior respecto de quienes tienen el poder político, por un lado subestimando sus capacidades de participación y organización social y anulando por otro, el rol como interlocutores válidos en el proceso de toma de decisiones.
No es real que la nueva Constitución debe ser escrita por personas idóneas, ilustradas, expertas o por un bufete de abogados constitucionalistas que aparentemente harían la “pega” más prolija que usted mismo solo porque saben. La verdad es que este nuevo convenio social no tiene la obligación de ser perfecto en su redacción, sino lo suficientemente representativo para ser válido. Son muchos desde la vereda del rechazo los que sostienen la idea que nada positivo saldrá del proceso constituyente si solo dejamos el destino de la Constitución en manos de los ciudadanos, lo que termina por sepultar (en virtud del miedo y la desconfianza) nuestra legítima posición como agentes esenciales en los procesos de cambios sociales. Tal como lo plantea el abogado y Doctor en Derecho de la Universidad de Chile Francisco Soto cuando a partir del análisis historiográfico del contexto de la Unidad Popular y post golpe de Estado menciona:
“La escuela conservadora niega la posibilidad de contacto entre pueblo y proyecto liberal. Para ellos sólo existía una conexión con los líderes liberales, no con el proyecto político. Esta relación se ve como algo irracional e inconsistente. De ahí que se construya un discurso pesimista sobre el discernimiento popular y no se intente profundizar en una crítica a su proyecto de contenido”.[2]
Ordenemos los hechos. El origen de la discusión sobre una nueva Constitución se enmarca en un contexto de agitación y protesta que hoy todos conocemos como el “estallido social del 18/O”.
En sociología se insiste mucho en esta idea de que los fenómenos sociales deben ser estudiados poniendo en perspectiva su condición de hecho. Es decir, cómo un fenómeno se construye, cómo está formado, cuáles son sus características, cómo se manifiesta, etc. algo que a simple vista suena como una pauta previa para delimitar su génesis. Pensemos en un vaso. Un vaso para considerarlo como tal, presenta características definidas que nos ayudan a reconocerlo como un vaso y cumple una función que nos prueba que está creado para una determinada utilidad. Si el vaso no presenta estas particularidades, es decir, si previamente no podemos reconocer las características que nos señalen que es un vaso, entonces deja de serlo y adquiere la cualidad de un objeto diferente.
Lo mismo sucede entonces, cuando en el ámbito discursivo erramos en la utilización de los conceptos y le atribuimos otra clasificación a las cosas, dejando nuevamente en manos del sentido común, lo que se entiende por acción colectiva y cómo su reduccionismo al alero de otras formas de manifestación (huelga, revolución, rebelión, protesta, etc.) no explicarían adecuadamente el fenómeno que vimos en Chile durante octubre del año pasado.
La protesta estudiantil que abrió paso a la formación de un movimiento social posterior, tuvo gran impacto por dos razones específicas. Por un lado, el repertorio utilizado como mensaje objetivo encontró eco en el resto de la población en tanto develó la existencia de un profundo agravio en común: abuso e injusticia. No por nada el eslogan “no son 30 pesos, son 30 años” tomó tanta fuerza argumentativa y logró la adhesión de un importante número de ciudadanos que participó activamente en el desarrollo de las manifiestaciones a partir de su identificación con lo que se estaba demandando.
La representatividad implica desafiar esta realidad individualista y facilita los espacios para que los intereses particulares tengan resonancia en la vida colectiva
“La gente no arriesga el pellejo ni sacrifica el tiempo en las actividades de los movimientos sociales a menos que crea tener una buena razón para hacerlo. Un objetivo en común es una buena razón.”[3]
Y en segundo lugar, muy de la mano con la premisa anterior, veníamos presenciando nocivas prácticas desde la esfera política y las instituciones en general con una continua falta de transparencia, ética y alarmantes casos de corrupción. A esto Sydney Tarrow lo denominó: “estructura de las oportunidades políticas”.
“Al hablar de estructuras de oportunidades políticas, me refiero a dimensiones consistentes -aunque no necesariamente formales, permanentes o nacionales- del entorno político, que fomentan o desincentivan la acción colectiva entre la gente”.[4]
De esta manera, el cambio en las oportunidades políticas habilitan el escenario y propician las condiciones para activar demandas colectivas que permanecían en estados pasivos transfiriéndole a la ciudadanía la opción de apropiarse de ellas.
Hasta aquí, he mencionado al menos cuatro características principales que posicionarían el estallido del 18 de octubre dentro del marco de lo que serían o constituirían los movimientos sociales (repertorio, agravio en común, oportunidades políticas, colectividad, etc). Sin embargo, hay una persistente creencia en torno al desarrollo de los conflictos de violencia en el seno de las manifestaciones, que buscan deslegitimar la conducción del movimiento, mas no sería riguroso pensarla como una característica per sé en su composición.
Dicho esto, resulta necesario evidenciar los motivos que explicarían parcialmente el origen de estos hechos -no con el fin de justificarlos- sino de poder aterrizarlos a la realidad y comprender sus raíces. Mucho se nos dice acerca de cómo debiésemos condenar los actos de violencia porque irrumpen con el funcionamiento ideal que debe tener una democracia, no obstante, todavía evadimos ciertos elementos a la hora de reconocer la violencia en su total magnitud. La violencia es una dinámica que atraviesa todas las dimensiones de una sociedad. No solo es violento el conflicto físico que presenciamos más cotidianamente, sino también la existencia de otras instancias violentas que quizá por no ser tan elocuentes, pasan desapercibidas a ojos menos críticos. Y eso es peligroso, porque se nos programa el cerebro solo para identificar un tipo de violencia, mientras que solapadamente se replican otras incluso igual o más dañinas.
Es importante saber que los actos más radicalizados no se gestaron en el grueso de la sociedad que salió a manifestarse a partir del estallido social, sino que ha tenido extensión en grupos minoritarios que no están ahí porque le interese realmente el cambio político o el proceso constituyente (y no refiero a la primera línea). Su participación está dirigida solamente a erosionar el poder político mediante la articulación de mecanismos contrarios al orden establecido y así, intentar desestabilizarlo. En este sentido, debemos comprender que no es posible evitar este tipo de comportamientos, en la medida que, así como existe una estructura de las oportunidades políticas que abren paso a la formación de acción colectiva, también las sociedades en su relación con el uso del espacio presentan disposiciones para incurrir en anomalías que en otros contextos, no serían tan habituales. El gran número de personas aglomeradas, el desorden del tráfico, la desviación de las calles, la distribución de la población policial, etc. son factores que deben estimarse al momento de razonar por qué se producen estas conductas. Algo así como: “la oportunidad hace al ladrón”.
Otro de los motivos que explicarían el incremento de la conflictividad, está directamente relacionado con la falta de capacidad política para responsabilizarse por la irrupción de estos acontecimientos y la ineficiente estrategia para canalizar las demandas del movimiento social, en la medida que han imposibilitado una conducción eficaz a la solución de los problemas. El curso que han tomado las intervenciones del gobierno y las instituciones policiales pareciera que solo intentan apagar el fuego con bencina, con una desproporcionada manera de actuar que ha estado dirigida a intensificar la violencia amparada bajo la “potestad del uso legítimo de la fuerza”.
Según el informe “La protesta social en América Latina” realizado por el PNUD durante el año 2012, reafirma el argumento anterior, planteando la existencia de una relación significativa entre los niveles de liderazgo político y el manejo o control de la violencia.
“Los conflictos sociales son eventos que ponen a prueba la capacidad de los sistemas políticos para responder a las necesidades y demandas sociales; una respuesta desde el constructivismo político se orienta a fortalecer y mejorar las relaciones entre los actores del conflicto, evitando que la incompatibilidad, o la percepción de incompatibilidad de objetivos conduzca a un rompimiento y a una escalada de violencia. El constructivismo político, que asume los juegos de poder para fortalecer la democracia y parte de la pluralidad sociocultural para construir un orden común, puede constituirse en una alternativa para la transformación de los conflictos y el fortalecimiento de la democracia. Al contrario, la criminalización de la protesta social por parte del Estado que está siendo interpelado y debe dar respuestas a estas demandas es el principal factor que multiplica conflictos y exacerba la violencia”[5]
El concepto de “constructivismo político” juega un rol esencial al momento de evaluar cómo debiese ser el camino hoy nos toca recorrer. Deja en manifiesto la necesidad de actuar colaborativamente y crear instancias que potencien el carácter democrático del país en tanto exista verdadera voluntad para edificar relaciones propositivas y cooperativas entre sociedad y Estado. En este sentido, los movimientos sociales son espacios de transformación que impulsan cambios y representan una salida bastante democrática para afrontar sus propias imperfecciones; siendo la creación de la nueva Constitución, el momento clave para dar estructura a las demandas emergentes y la formación de una sociedad inclusiva. Con esto no quiero decir que al día siguiente del plebiscito las cosas van a cambiar mágicamente. Tenemos que saber que los procesos toman tiempo, pero cuando nunca se decide cambiar, esos procesos no llegan nunca.
Siempre me ha llamado la atención la constante comparación de Chile con países del primer mundo, porque se incurre en un tremendo error que hace que las cosas nunca resulten de la misma manera. Las decisiones y la aplicación de políticas públicas las ejecutan siempre tomando la evidencia de cómo han funcionado en países oceánicos y/o europeos, obviando que las condiciones sociales son radicalmente opuestas. Hay aspectos sociales, culturales, económicos, geográficos, distributivos y un largo etcétera, que imposibilitan que las estrategias funcionen igual, y sin embargo cuando queremos destacar, lo hacemos permanentemente mirando a los países de nuestra misma región. Eso a mi parecer, carece de toda lógica. Lo lógico sería que aprendamos a transitar hacia lo que implica una sociedad madura y que nos adueñemos de nuestros propios procesos, dejando de engrandecer o relativizar los procesos de otros países. Las cosas tienen que tomar un curso, acomodarse a los contextos, modernizarse para no caer en una política perenne y una sociedad limitada. Asumir que los cambios son paulatinos pero que en el marco de una nueva Constitución posibilitará que el día de mañana cuando llegue el momento o las circunstancias donde se deban hacer cambios, estemos todos correctamente representados.
La senda que debemos tomar de ahora en adelante (entendiendo que el proceso constituyente no termina en el plebiscito de octubre, sino recién comienza), es poder construir una sociedad que garantice condiciones elementales para un desarrollo y una formación integral de sus ciudadanos sin reparar en quién. No existe la idea de sociedad sin la presencia y la activa participación de todos nosotros y hoy somos los principales protagonistas de llevar a buen puerto esta misión. La única manera de saber si la nueva Constitución traerá un ápice de real cambio, será cuando hayamos entendido la importancia de vincularnos en los procesos sociales y políticos de nuestro país y que logremos instalar nuevas formas de relacionarnos y de convivir. No debemos ver con malos ojos este intento por cambiarla ni tampoco creer que ésta es una mala señal. Todo lo contrario. Las evidencias demuestran que los cambios de Constitución son más comunes de lo que pensamos y su intervención posibilita una continua adaptación a los futuros y nuevos contextos sociales.
[1] Atria Fernando, Salgado Constanza, Wilenmann Javier. “La Constitución en 138 preguntas y respuestas”. LOM ediciones, (Santiago de Chile 2020). Pp: 32
[2] Soto Barrientos, Francisco. “Soberanía nacional y Constitución de 1980: antecedentes de un juicio histórico-constitucional”, (Iquique, Chile 2011). Pp: 34.
[3] Tarrow, Sydney. “El poder del movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política”. Editorial Alianza (Madrid, 1997). Pp: 23.
[4] Tarrow, Sydney. “El poder del movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política”. Editorial Alianza (Madrid, 1997). Pp: 49.
[5] “La protesta social en America Latina”/ Coordinado por Fernando Calderon.- 1era edición. Bs.As: Siglo Veintiuno Editores, 2012. Pp: 17.
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