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¿Por qué solemos repetir patrones de comportamiento o cometer los mismos errores de padres o abuelos? Esta es una pregunta recurrente que muchos nos hemos hecho. Algunos autores han propuesto como respuesta que el inconsciente es la repetición. Esto quiere decir que el inconsciente no solo es la fuerza soberana que nos empuja a “elegir” durante nuestra vida, sino que su poder es el que nos obliga a “repetir”. Dicho de otra manera, estaríamos por decirlo de alguna manera “programados” para hacer cosas que en algún pasado podrían haber sido, de alguna forma, exitosas, pero que en nuestras actuales circunstancias puede que ya no lo sean.
Lo que ayer explicamos de una manera, hoy lo hacemos de otra. Cada día tenemos más conocimiento, en particular, más conocimiento biológico, sabemos más biología molecular, neurociencias y epigenética, entre otras cosas. Claro, es posible que esos y otros términos relacionados sean del todo desconocidos para algunos y, para otros, términos extraños y, seguramente, considerados reduccionistas. Pero cuidado, estos nuevos conocimientos se entrelazan en redes dinámicas y complejas, que ameritan evaluaciones dinámicas en contextos espacio-temporales altamente cambiantes. Y, a mis ojos, lo menos que tienen es ser reduccionistas. Al contrario, son parte de una nueva biología, una suerte de “biología del todo”, donde reconocemos al ser vivo como parte de un sistema mucho más complejo. El organismo no puede existir sino es en un contexto de relaciones dinámicas y coherentes con su entorno (ambioma). El entorno modifica al ser vivo y el ser vivo modifica a su entorno.
En el contexto planteado, podríamos afirmar que el ser humano es un organismo capaz de autogenerarse y modificarse, elaborando diferentes respuestas adaptivas en virtud de sus relaciones dinámicas con su entorno. Es decir, lo que está en torno del ser humano, todo lo que le rodea, no solo lo inmediato, sino también lo remoto; no solo lo físico, sino también lo histórico son todos aspectos fundamentales para el desarrollo personal (ontogénico), inter y transgeneracional. Esta red de relaciones requiere una solución de continuidad entre él y su ambioma, que asegure la capacidad de adecuarse flexiblemente a los cambios ambientales, tanto en tiempos ontogénicos, como también en saltos inter y/o transgeneracionales, que posibiliten la elaboración de respuestas adaptativas predictivas de valor evolutivo.
Una solución de continuidad
A medida que el conocimiento avanza hemos ido observando como muchas “verdades biológicas” se han ido desmoronando. Así, una “verdad” férreamente defendida por décadas era la creencia que la secuencia del ADN (el texto …ATCGATCATC…), era la única información que heredábamos de nuestros padres. Se creía que, de no ser que surgieran mutaciones a lo largo de la vida del individuo, que alteraran la secuencia del ADN, los genes que se poseían al nacer marcarían nuestras características de por vida. Es decir, se pensaba que si poseíamos un gen que nos predispusiese a una determinada enfermedad, irremediablemente deberíamos padecerla. Sin embargo, hoy se sabe que el poder abrumador que creíamos que poseían los genes, siendo importantes, no es lo que pensábamos. Nuestro ADN puede contener genes que nos predispongan a ciertas enfermedades u otras características, que puede que no las llegásemos a experimentar durante nuestra vida, o que solo llegasen a expresarse ante circunstancias ambientales muy particulares. Así, la actividad de los genes está bajo control de interruptores, que los encienden y apagan, alterando las características fenotípicas de la persona, y el estudio de estos interruptores, que son modulados ambientalmente, se denomina epigenética.
Hoy parece claro que factores tan diversos como la dieta, el cariño familiar, estímulos intelectuales, higiene y consumo de alcohol o tabaco, entre otros, determinan de una u otra manera la forma en la que nuestros genes se han de expresar y, con ello, favorecer unos caminos sobre otros en el desarrollo ontogénico de las personas.
Una mezcla de cosas
Lo que está en torno del ser humano, todo lo que le rodea, no solo lo inmediato, sino también lo remoto; no solo lo físico, sino también lo histórico son todos aspectos fundamentales para el desarrollo personal (ontogénico), inter y transgeneracional.
El desarrollo ontogénico de las personas resulta de una argamasa de factores, unos biológicos y otros culturales. En este punto es destacable el hecho que siempre hemos diferenciado entre evolución cultural y evolución biológica. La primera es rápida, aumenta con la experiencia y el aprendizaje, crece exponencialmente y en ninguna especie es tan intensa y tan potente como en la especie humana. La evolución biológica, por el contrario, es lenta y sería el producto de mutaciones (cambios en el texto). Ésta crece aritméticamente y los seres humanos somos una especie más, con condicionamientos parecidos al de otros mamíferos con amplia distribución, salvo en lo que respecta a nuestra reciente capacidad de “jugar” con nuestros propios genes (tema de para otra columna).
La separación entre evolución cultural y biológica nos parecía nítida, pero un estudio publicado en la revista Nature Neuroscience, en el año 2014, nos reveló algo totalmente inesperado e impactante. Según este artículo, los ratones pueden transmitir biológicamente una memoria traumática a su descendencia, la que puede perdurar hasta por tres generaciones. Se ha propuesto que cambios epigenéticos podrían ser los responsables de la permanencia de estas memorias a través de las generaciones. Este resultado sorprendente ha sido corroborado por otros estudios y no solo en ratones, sino también en humanos. Hoy queda claro que los padres pueden transmitir a sus hijos experiencias traumáticas, algo que no va necesariamente en los genes (en el texto).
Podríamos afirmar que, en cada uno de nosotros viajan, de generación en generación, experiencias y traumas que serían relevantes para la adaptación de nuestros descendientes. Podría indicarse a modo de ejemplo el hecho de vivir un conflicto armado. Si se viven experiencias traumáticas, éstas pueden ser transmitidas a los descendientes a modo de memorias que les permitan responder adaptativamente de forma predictiva a determinadas situaciones. Es decir, si yo viví una guerra, es muy posible que mis descendientes también podrían vivir algún conflicto bélico, así esa memoria epigenética (mis experiencias, que corresponderían a los signos de puntuación que le dan sentido al texto) les permitiría adquirir ciertas cualidades que les posibilitaría sobrevivir ante circunstancias tan dramáticas. Esto sería bueno en la medida que el ambiente no presente cambios dramáticos de una generación a otra. Pero, ¿qué pasaría si los padres y/o abuelos han vivido situaciones de conflicto y, en cambio, sus descendientes viviesen en ambientes pacíficos, ausentes de conflictos? En este caso deberíamos esperar algún grado de discordancia entre la memoria epigenética heredada y su vida real, con consecuencias de gravedad variable para los descendientes.
El desafío
Nuestro mundo actual es altamente tecnologizado y cambia a una gran velocidad (lo vivimos día a día). Es así como en menos de una década el mundo habrá de ser otro, con otros alimentos, otros estímulos, otros problemas, etc. Es claro, es muy difícil que podamos entregar información epigenética predictiva adecuada a nuestros descendientes, pues lo más probable es que ellos vivirán otras circunstancias imposibles que nosotros podamos anticipar vivencialmente. Al parecer, no nos queda más que ser optimistas y tratar de generar en nosotros programaciones epigenéticas que permita, no solo a nosotros, sino también a nuestros descendientes, tener mayores posibilidades de éxito y bienestar, en un mundo que tal vez no viviremos y no conoceremos.
Finalmente, no cabe duda que es enorme el reto que deberemos afrontar, el cual no pasa solo por conocimiento científico/tecnológico, sino también por conocimientos ancestrales que deberemos rescatar. Es claro, el ser humano es el resultado de una compleja red de interacciones entre factores externos e internos, y esto debería ser por todos conocido.
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La genética es importante pero más aún lo es el entorno en el que transcurre la vida dado que somos la consecuencia de nuestros estilos de vida, de la interacción diaria con infinitos elementos no genéticos que nos rodean, desarrollan, construyen e imprimen cicatrices que son imposibles de ocultar a la descendencia, pero que a su vez son parte del desarrollo y evolución.
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Klengel, Dias y Ressler en 2016, con base en trabajos que sugieren que factores de riesgo adquiridos pueden transmitirse a través de las generaciones (tanto en humanos como en roedores), al igual que Abraham y Torok, distinguen la transmisión intergeneracional de la transgeneracional, existiendo en la primera una transmisión directa de una generación a la siguiente, en tanto que en la segunda si bien no existe una exposición directa, los efectos ancestrales aún están presentes.