Revuelto está el ambiente. Y el revoltijo es tal que interpela los viejos estándares de lo que entendemos (o entendíamos) por izquierdas y derechas.
Hagamos historia.
Ambos conceptos provienen de la Revolución Francesa. Más específicamente de la sesión de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) -que por esos insondables azares del destino se realizó el 11 de septiembre… de 1789- que discutía incorporar a la naciente Constitución gala un artículo que permitiera al rey Luis XVI vetar las leyes que aprobara la futura Asamblea Legislativa. Quienes defendían este privilegio se situaban al lado derecho del presidente de la ANC, mientras quienes buscaban resguardar el derecho soberano del pueblo a regirse sin tutelaje monárquico se ubicaban a su izquierda.
De tal época a los derechistas se les asocia con quienes defienden a los privilegiados (en todo orden de cosas) y a los izquierdistas con los que abogan por los más desposeídos. Con el correr de los años a los primeros se les ha vinculado con el fomento del individualismo (lo privado) en contraposición con los segundos que se preocuparían por los derechos sociales o colectivos (lo público).
Esto, en un muy raudo resumen. Y así se entendió durante mucho tiempo, hasta que llegamos a la actualidad, globalización mediante.
Hoy ya no está tan claro qué es ser de izquierda o ni qué es ser de derecha. Y tampoco de centro, esa figura voluble que ha sido calificada como la capacidad para moverse hacia la izquierda y la derecha según sus propios e individuales intereses.
Fue la Concertación la que durante 20 años se planteó como de centro izquierda. Aunque los grandes empresarios (que de por sí son privilegiados, más aún en un país desigual como Chile) “aman” –según confesara Hernán Somerville- a quien fuera uno de sus máximos exponentes, el ex presidente Ricardo Lagos. Aunque el modelo económico neoliberal se mantuvo (e incluso se profundizó) durante estas dos décadas. Aunque se continuó con la privatización (o se inició su preludio, la concesión) de gran parte de los recursos naturales del territorio y de los servicios públicos en general.
Así las cosas, uno se pregunta: ¿es de centro izquierda la Concertación, hoy gracias al PC, el MAS y la IC bajo el nombre de “Nueva Mayoría”?
Es probable que en alguna medida sí. Por lo menos así se siente ese mundo (militante o independiente) que se asume parte de ese ideario que triunfó el 5 de octubre de 1988. Y que durante este cuarto de siglo ha votado sistemáticamente por los candidatos que le han ofrecido bajo el paraguas de la coalición.
Hoy el problema no radica en ese votante o adherente convencido. Pasa esencialmente por ese liderazgo partidario o ese representante parlamentario que, al final del día, se cuadra con la antítesis de lo que el sentido común nos dice que es ser de centro izquierda. Más aún en un país como el nuestro, hoy institucionalmente cargado a la derecha (por el binominal, por el derecho a veto que tiene la derecha, por el Tribunal Constitucional, etc.), que para regresarlo a uno de centro o centro izquierda real requiere de un contrapeso movilizador importante.
Ejemplo del enredo es la agenda valórica, donde quienes se perciben como adherentes de la ex Concertación adhieren a determinados principios que hoy por hoy son patrimonio de esa mirada que se autodefine como de izquierda (y en algunos casos, progresista).
Se sienten cómodos con la despenalización de la tenencia y el autocultivo de marihuana, algo de por sí fundamental para avanzar en el respeto de los derechos de las personas.
No les molesta el matrimonio igualitario y los derechos en pos de la diversidad sexual, deudas pendientes que aún tenemos como sociedad.
Y también se abren a terminar con la injusta situación que viven los pueblos originarios, cuyos territorios han sido sistemáticamente esquilmados, primero por los españoles, luego por las colonias extranjeras y últimamente por las corporaciones que abusan del territorio común. Siempre, por cierto, con la complicidad del Estado chileno y sus agentes de “normalización”, sean éstos los militares, las policías o la propia instrucción educacional.
Hasta ahí vamos bien y compartimos la mirada.
El problema ocurre cuando discutimos sobre el puntal del modelo de desarrollo social y económico chileno, que hace rato pasó de ser de “sociedad con economía de mercado” a uno de “sociedad de mercado”.
Aparece cuando demandamos un Estado que garantice el ejercicio universal de derechos como la educación, la salud, la previsión social o el acceso al agua (y todo lo que definamos como esencial para vivir en dignidad) sin el tutelaje exclusivo de las leyes del mercado. Porque esto implicará necesariamente redistribuir la riqueza económica que generan nuestros recursos naturales, rebarajando su control muchas veces concentrado y mal habido.
Comienza, no sólo en la discusión y el debate público, sino cuando se requiere decidir sobre leyes que impactan al modelo económico vigente y su tendencia a la concentración, la falta de transparencia, la desigualdad, el deterioro de nuestro patrimonio natural. Es aquí cuando la coalición se mueve, gracias a intrincados mecanismos de táctica legislativa (ayudada por los quorum, las ausencias, las abstenciones, etc.), en dirección contraria.
Es necesaria una revisión profunda de lo que entendemos por izquierda, centro y derecha. Porque aunque se diga que son conceptos obsoletos, siguen cobijando una discusión de fondo hoy tan vigente como ayer: ¿debe la sociedad preocuparse por todos sus integrantes o cada uno debe buscar su beneficio a título individual?
Yo creo, como muchos, en lo primero. Pero no me restrinjo sólo al así llamado discurso valórico-moral. Debe extenderse también al de la economía, esa intrínsecamente material.
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Imagen: Wikimedia Commons
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