A 5 años del inicio de su puesta en marcha, comparto un artículo publicado en los primeros días de su implementación. El tiempo y la realidad cambian, pero no tanto.
Al revisar la publicidad que hace un buen tiempo atrás anunciaba el nuevo sistema de transporte público para nuestra ciudad, el principal mensaje que salía a la vista era el de que ésta habría de “cambiarle la cara a Santiago”. La promesa de modernidad que vienen hace rato haciendo las elites chilenas tenía como principal motivo el cambiar “la imagen” a las realidades sociales de nuestro país, más que la cotidianeidad, de carne y hueso de los que viven en el Chile real.
Lo que hace distinto y especial a lo sucedido con el Transantiago, es lo palpable, visible, masiva, y cotidiana que es la contradicción entre lo que se promete y lo que es, entre lo que dicen los discursos oficiales y lo que practican realmente las elites. Porque el estresante endeudamiento con que la gran mayoría de los chilenos costea su vida, o la lucha cotidiana de los empleos precarios y de alta exigencia, o la destrucción paulatina de los vínculos sociales de solidaridad y seguridad mutua, o la falta de salud física, mental, y social en que ha decantado el Chile actual, se han vivido siempre más invidividal que colectivamente, y quizás nunca antes han sido palpados tan masiva y cotidianamente como por los santiaguinos de a pie durante la primera semana del Transantiago.
De un día para otro, y nuevamente bajo el cartel de la modernidad, la calidad de vida de millones se vio mermada un poco más. Quizás con el correr del tiempo algunos de los problemas más acuciantes se resuelvan, quizás los diseñadores del plan corrijan algunos de sus defectos más evidentes. Porque así como está, hoy en día, y así como se puede entrever que será el plan cuando ya esté totalmente implementado, está claro que es, una vez más, un golpe contra la vida de los habitantes de nuestra capital..
En los de más abajo, en las poblaciones excluidas de los servicios públicos, las micros antiguas llegaban donde el Estado lo hace poco o nada, y había paraderos y recorridos directos para buena parte de la ciudad desde ahí. Ahora, el neoliberalismo les llegó también a su forma de moverse por la ciudad, y se les alejó el paradero, les bajaron la cantidad de micros, éstas se llenaron hasta no poder más, pasan en una franja horaria menor a la anterior, y se acabó la posibilidad del acuerdo espontáneo con el micrero sobre el precio del pasaje. De bueno, para ellos, poco, salvo la “imagen” de modernidad que proyecta el nuevo sistema, tal como al consumo sólo acceden por la imagen de consumo que les llega por televisión o en sus visitas de paseo, no de compras, al ultramoderno y limpio “mall”.
En la mayoría de al medio, que sí acceden a algo de esa proyección de modernidad (vía endeudamiento y agotamiento laboral, claro está), tanto como a los de abajo, se les aumentaron desprevenidamente sus jornadas de trabajo, ya bastante largas y extenuentes. Sólo en esta semana, han acumulado unas cuantas horas de caminata y espera en los copados paraderos, y hasta desesperadas corridas donde los transeúntes disputan lugar cuando aparece la salvadora micro. Las nuevas micros, además, tienen menos asientos (al metro también le van a sacar para aumentar la capacidad), como si la “ley de la no silla” se extendiera un poco más, haciendo mas agotador el día a día. Mientras tanto, otra cifra más: el Metro tendrá una densidad promedio sólo un poco menor que la de los trenes urbanos de Tokio. Progresamos. El desarrollo está la vuelta de la esquina. Al menos eso dicen, los de arriba.
El problema que tienen hoy las elites, y que si no resuelven pronto, pronto se verán más complicadas y nerviosas que hoy (para su horror, el PIB de Venezuela y Argentina crecen el doble que el chileno, que ya está bajo la media latinoamericana), es que el Chile realmente existente es bien distinto a lo que sus deseos y proyectos quieren ver. Más allá de las autopistas, más allá de sus exclusivos barrios y lugares de veraneo, de sus oficinas con aire acondicionado, de sus cifras de estabilidad económica.
Todo eso ha quedado de manifiesto, como quizás, nunca antes. Una llamada de alerta fueron los estudiantes, en mayo y junio del año pasado, copando colegios, calle y plazas, con la verdad de la mentira de la educación chilena. Esta vez, ha sido un tiro en el pie que se han dado las elites. Y no es que se añore el antiguo sistema de transporte, caótico, contaminante, desorganizado. El punto es que el actual, más organizado, moderno, planificado, debiera ser, justamente por esas características, algo bien distinto a lo que hemos visto en esta semana. Los planes modernizadores de los gobernantes dejan, para variar, mucho que desear ante los ojos de los gobernados.
El sentido común que emerge de las conversaciones y las protestas espontáneas y organizadas, es más que elocuente: “somos los pobres los que la sufrimos”, “este plan lo hacen los que tienen los autos”, “tengo que caminar 10 cuadras y hacer 3 trasbordos desde mi casa a la pega”, “los problemas se solucionaron para los ricos, para nosotros no”, “esto me aumenta mi jornada laboral, que ya era súper larga”, “las micros pasan todas llenas y no paran”. En una semana, el gobierno y los empresarios del plan, se anotaron un nuevo motivo de queja y de rabia contenida entre las mayorías.
¿Tanto les cuesta involucrar a los ciudadanos a participar en algo que es precisamente lo que los define como tales, es decir, el ser parte de una ciudad, recorrerla, vivirla? Dada la realidad segmentada de la ciudad, dada la importancia de una ciudadanía que se apropia de su espacio, ¿por qué no colocar recursos públicos que subvencionen y racionalicen el transporte público y las tarifas que debemos pagar, ya bastantes altas en relación a nuestra condición subdesarrollada y de bajos salarios? ¿Por qué seguir incentivando el uso del transporte privado, con autopistas que segregan la ciudad construyendo murallas que la cortan inevitablemente, con altos costos finales para los usuarios?
Aunque está por verse si se remediaran muchos de los males que hemos visto estas semanas, nos queda clara una cosa: el país avanza a tropezones. Sólo unos pocos deciden cómo y para dónde es ese “avance”, y entre las mayorías, la sensación de que en realidad no se avanza a ningún lado, comienza a ser un rumor de esos que en unos pocos años pueden cambiar la historia.
El siempre atento Ministerio del Interior, entre tanto, anuncia que “ya tiene identificados a 110 saboteadores”, y que se les “aplicará todo el rigor de la ley”.
Así las cosas, ¿cuánto más tardará en caer la última gota que rebase el vaso del Chile neoliberal?
* Héctor Testa Ferreira, febrero 2007.
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