Desde el punto de vista sanitario, durante gran parte del siglo XX las principales causas de muerte apuntaban a las enfermedades infectocontagiosas (viruela, poliomielitis y tuberculosis, y hacia finales de siglo, el SIDA y la influenza aviar). Este tipo de enfermedades causaban, de cuando en cuando, preocupación por parte de las autoridades sanitarias de prácticamente todo el mundo. Si bien, la idea de focalizar los programas de salud en este tipo de enfermedades permanece vigente en la mayoría de los gobiernos, en general, estos no logran “darse” cuenta de que las tendencias en todo ámbito del ser humano (económicas, culturales, estilos de vida, etc.) han ido cambiando dramáticamente, desplazando la real importancia del control de las enfermedades comunicables (de las cuales ya se tiene una mayor vigilancia), hacia el control de las enfermedades crónicas o no comunicables, las cuales están ocasionando la mayor cantidad de muertes a lo largo de todo el planeta.
Hoy, terminando la segunda década del siglo XXI, las evidencias son alarmantes. Nos encontramos en los albores de una amenaza explosiva para la salud de la población, novedosa en su origen, que podría revertir muchos de los logros alcanzados por la medicina convencional (diagnósticos y tratamientos). Esta amenaza no es la aparición de nuevas enfermedades infecciosas, es mucho más simple y menos glamorosa, pero posiblemente mucho más difícil de combatir: son las enfermedades crónicas no transmisibles que constituyen un problema de salud a escala global. Entre ellas podemos identificar las enfermedades cardíacas, el cáncer, la diabetes mellitus tipo II (DMT2), la hipertensión arterial y las enfermedades respiratorias.
El problema
[texto_destacado] Según algunas estimaciones, 422 millones de adultos en todo el mundo tenían DMT2 en 2014, frente a los 108 millones de 1980. La prevalencia mundial (normalizada por edades) de la diabetes casi se ha duplicado, pues ha pasado del 4,7% (1980) al 8,5% (2014) en la población adulta. Para continuar con esta “historia”, el año 2008 se produjeron 57 millones de muertes en todo el mundo, de ellas, 36 millones – casi las dos terceras partes – se debieron a enfermedades crónicas no transmisibles. El mayor ritmo de aumento de la carga combinada de estas enfermedades corresponde a los países, poblaciones y comunidades de menores ingresos, en los que imponen enormes costos evitables en términos humanos, sociales y económicos. Más del 80% de las muertes causadas por enfermedades cardiovasculares y diabetes, y alrededor del 90% de las causadas por enfermedades pulmonares obstructivas, tienen lugar en países de ingresos bajos y medios. Las enfermedades crónicas no transmisibles también matan en edades intermedias de la vida en los países de ingresos bajos y medios, en los que el 29% de las muertes causadas por esas enfermedades tienen lugar entre personas menores de 60 años, frente al 13% en los países de ingresos altos.
De acuerdo con cifras de la OMS, desde 1980 la obesidad se ha duplicado en el mundo. En 2014, alrededor del 13% de la población adulta mundial (11% en hombres y 15% en mujeres) eran obesos, mientras que 39% (38% en hombres y 40% de mujeres) tenían sobrepeso. Esto se traduce en 500 millones de personas, de las cuales 41 millones son niños menores de cinco años. Adicionalmente, más de dos tercios de todas las muertes causadas por el cáncer tienen, igualmente, lugar en países de ingresos bajos y medios. Y los datos parecen indicar que todo se pondrá peor. El aumento del porcentaje estimado en la incidencia de cáncer hacia 2030, comparado con 2008, será mayor en los países de ingresos bajos (82%) y medios bajos (70%), en comparación los países de ingresos medios altos (58%) y altos (40%).
Chile no escapa a esta dura realidad. Según la última Encuesta Nacional de Salud (ENS) 2016-2017, nuestro país presenta una prevalencia de mal nutrición por exceso de 74.2%. Lamentablemente, al igual que en otros muchos países las políticas públicas y los tratamientos médico-nutricionales convencionales no han logrado detener su aumento.
Es preciso dar un paso más.
Las grandes frustraciones que padece la salud pública solo se superarán si, por un lado, se acierta a identificar las raíces culturales y sociológicas de ciertos estilos de vida autodestructivos y, por otro, se atina en el modo de actuar con temple y sin prejuicios sobre esas raíces. En este sentido, no basta con identificar los estilos de vida riesgosos (sedentarismo, alimentación inadecuada, abuso del alcohol y/o drogas y tabaco), sino que también debemos buscar los “determinantes de esos determinantes” y actuar sobre ellos. Es decir, no llegar tarde y dar un paso antes: la prevención.
La obesidad y el sedentarismo, que ya son epidemias reales, deben prevenirse con medidas efectivas que no necesariamente requieren de complejas investigaciones genéticas o de biología molecular. Los expertos y asesores del Gobierno deberían estimular la educación alimentaria y sanitaria seria, acompañada con estrategias para perder “peso” y no solo apelar a las proporciones de grasas y carbohidratos. No todas las grasas y carbohidratos son iguales. Por ello, una posible solución es invertir en educación nutricional, a través de la cual se debe fomentar el desarrollo de actitudes y prácticas que permitan a las personas mejorar y preservar su estado nutricional y desarrollar las competencias necesarias para su inserción en el mundo social.
De este modo, se debe privilegiar ciertos tipos de alimentos y disminuir otros (por ejemplo los alimentos procesados que suelen ser por los demás muy llamativos visualmente). Al respecto, uno de los principales determinantes en esta compleja situación sanitaria mundial corresponde a la malnutrición. Problema de salud pública que afecta a más de la mitad de la población del mundo y sienta sus bases en los hábitos de consumo que ha promovido la poderosa industria alimentaria y que tiene como productos estrellas a aquellos que tienen poco valor nutritivo y alto contenido de azucares y grasas. Entre estos encontramos los comúnmente denominados “comida chatarra” incluyen todos aquellos alimentos procesados, con alto contenido de azúcar agregada, grasas y sal. Y que decir de las bebidas gaseosas, cuyo promedio mundial en 2012 fue de 52 litros y en Chile, segundo país de mayor consumo per cápita de estas bebidas, 268 litros.
Hacia una posible solución
Debemos cambiar nuestros paradigmas y eso parte desde nosotros, pero no como personas individuales, sino como personas que somos parte de una sociedad en la que tenemos el deber moral de enseñar, aprender, hacer y vivir en coherencia con el bienestar individual y colectivo. Y para lograrlo se requiere, a mi parecer, cambiar las bases de la educación primaria y enfocarla a aprender a vivir sanamente, todo acompañado por un sistema sanitario preventivo, que eduque a la población. Por lo demás, hay estudios experimentales recientes con rigurosa aleatorización individual que demuestran que modificando las pautas alimentarias y algunos cambios de actitud frente a la vida, acompañados con ejercicios moderados, pueden ayudar a prevenir muchas de las dolencias que afligen a las sociedades modernas.
La pregunta es, entonces, ¿por qué si pareciera tan sencillo de solucionar, este problema global no se soluciona? Algunas posibles causas causas serían: La desigualdad socioeconómica, y sobre todo la desigualdad educativa, el modelo de familia, los valores que implanta el sistema escolar, los mensajes mediáticos y las modas contribuyen a implantar los estilos de vida. Para que la salud pública no siga fracasando es preciso influir en los modelos culturales que son específicamente responsables de los fracasos sanitarios. Y volvemos a lo mismo: educación y salud, dos caras de una misma moneda, que nos permitiría comer mejor y menos, complementando con ejercicio moderado.
Confucio señaló: “El camino de la verdad es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan.” Pues bien, depende de cada uno de nosotros cambiar nuestros errores aprendidos, descubrir ese camino ancho y fácil de hallar. Para ello debemos empezar por dejar de lado nuestra “tonelada de repollo” que llevamos en nuestros hombros. Esto no se logra de un día para otro, requiere buscarlo día a día, pero con el primer paso (educación primaria pensada en el bienestar de los futuros ciudadanos) se da inicio al viaje por ese camino que nos debería llevar a una vida más sana y, seguramente, más feliz.
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