Ante el desprestigio de la iglesia por la participación y encubrimiento sistemático de pederastas, las autoridades públicas de representación popular han comenzado a reevaluar la conveniencia, finalmente electoral, de participar en el Tedeum.
Coyunturalmente, el catalizador actual es su desprestigio, pero aunque fuera una institución honrosa, ¿es apropiado que funcionarios públicos, a propósito del ejercicio de su cargo republicano, participen en ritos religiosos según su credo personal?; peor aún, ¿que se expongan a —¡y acaten!— la moralina de clérigos de dudoso mérito y parcial representación?
A los jerarcas les preocupa este entredicho porque amenaza su poder. Mientras resuelven su gallito con los políticos, los ciudadanos —y feligreses— de a pie tienen la potestad de hacer valer su poder individual —el real, aquél de donde emana el de los representantes—, para inclinar la balanza moral de la sociedad en pos de las víctimas, quitándole el piso de apoyo a quienes confluyan en aquella ceremonia de quienes atentan contra la dignidad humana y el respeto cívico. A unos, castigándoles con el voto; a otros, cesando de asistir a sus ceremonias, de donar y renunciando —apostatando— a la Iglesia. Lo otro sería seguir avalando de forma cómplice su falso pudor.
A los jerarcas les preocupa este entredicho porque amenaza su poder
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Lisandro Burgos
«A los jerarcas les preocupa este entredicho porque amenaza su poder», dice. ¿Qué poder?, ¿poder para qué? ¿Para mostrarse vestidos con túnicas coloridas? La iglesia no tiene poder para nada, ni para sonarse los mocos. Está claro que los políticos no tienen el más mínimo crédito en materia de paradigmas morales. Ahora, los católicos tampoco. Qué o quién y cómo llenará el vacío. Esa es la cuestión, el dilema planteado sin divagaciones inútiles. Los evangélicos, no; la izquierda, no; la derecha, no; los militares, no. El poder político se ejerce mediante el reconocimiento entre la población en cuanto a rectitud moral, y en el presente tal reconocimiento no es patrimonio de ninguno de los actores sociales. Se los tolera a regañadientes, pero no se los quiere; se los tiene por apenas un mal necesario. Así las cosas, hay un terreno no reclamado, un vacío. La izquierda nueva, la de los jóvenes, ya está fracasada; la gran mayoría ya sabe que son más de lo mismo, la misma sarta de cínicos; o peor, títeres de los viejujos. Y vivimos entonces un lapso que clama la presencia de un nuevo liderazgo, liderazgo vacante y que debe contener un importante contenido moral, porque la propiedad más relevante de este vacío es así, de características morales. En otros tiempos los vacíos han sido de fuerza, o de carácter, de decisión. Ahora es moral.