Los cristianos creemos que Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, se sometió voluntariamente al suplicio de una muerte tan angustiante y tortuosa, a fin de hacer de sí mismo el Cordero Pascual sacrificado en nombre de la Nueva Alianza. Cargó sobre sus hombros todo el peso del pecado y entregó su Sangre para la expiación y la salvación del mundo. Sin tener culpa alguna, el Verbo Encarnado ofrendó su propia vida para el perdón y la renovación de la humanidad.
Seguir a Cristo implica no sólo gozo y alegría, sino también desventuras y momentos de pesar y amargura. Así también la tarea de purificar la Iglesia que instituyó en persona, que atraviesa tiempos tan difíciles y vergonzantes. Conlleva tolerar que, incluso de mala fe, se señale a laicos, consagrados y clérigos no relacionados con los graves delitos y pecados cometidos por quienes traicionaron la esencia del mensaje, la enseñanza y el ministerio de Jesús, como culpables, cómplices o encubridores de los mismos.Es menester recordar que, tras la desolación de la Cruz, siempre adviene la esperanza de la Resurrección.
Igualmente trae aparejada la obligación moral de colaborar con el deber de verdad y justicia para con las víctimas y la comunidad, de auxiliar y acompañar a las primeras en cuanto requieran, y por último, de regenerar aquello por otros corrompido.
Llamo a no desfallecer en esta vía dolorosa, a no perder el entusiasmo por tantas buenas obras llevadas adelante, a la luz del Evangelio y en armonía con el magisterio de Francisco, por múltiples personas, comunidades, órdenes e instituciones en el seno de la Iglesia. Es menester recordar que, tras la desolación de la Cruz, siempre adviene la esperanza de la Resurrección.
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