Vivimos tiempos complejos. No es nuevo que nuestra institucionalidad política está desacreditada y debilitada, y que sufrimos una profunda crisis de desconfianza generalizada, donde ya no le creemos a los políticos, ni a los dirigentes sociales, ni a los liderazgos religiosos y desconfiamos del vecino.
Cada vez más personas parecen estar validando la violencia política como un camino legítimo para avanzar en el logro de demandas sociales. Se justifican por la sordera del Estado y su incapacidad para acoger las legítimas demandas de la ciudadanía. Mientras tanto, otros validan la represión y el uso del monopolio de la fuerza que tiene el Estado como única forma de mantener una aparente paz social.
El poder ejecutivo, por su parte, se ha visto cada vez con menor capacidad de establecer puentes de diálogo para convocar a todo el espectro político y a toda la ciudadanía para construir juntos soluciones adecuadas a los urgentes desafíos que la realidad cotidiana nos plantea. Si esto era grave para el estallido social de octubre 2019, se ha vuelto una situación crítica con la llegada de la pandemia de Covid-19 y la crisis económica subsecuente. El encierro voluntario y las cuarentenas obligatorias solo han contribuido a que el deterioro paulatino en el estado de ánimo de los chilenos, ya dañado por un sistema de salud que pareciera no creer que la salud mental sea realmente un problema, nos ha vuelto más irritables e intolerantes a las torpezas y malas decisiones. Y ha polarizado al mundo político.
Esta difícil coyuntura ha tensionado y puesto a prueba las convicciones políticas de muchos que han preferido replegar posiciones y optar por la alternativa fácil de hacer lo que es popular en las redes sociales, la moderna plaza pública, aunque eso solo aumente el deterioro de nuestra ya frágil institucionalidad democrática.
La gran mayoría de los ciudadanos nos debatimos entonces entre los vociferantes portalianos, defensores del orden a toda costa, que no creen en el diálogo y si en el uso de la fuerza, sacrificando la justicia para asegurar el orden público, por un lado y los populistas que, temerosos del linchamiento en redes sociales y ávidos de la aprobación popular al punto de estar dispuestos a sacrificar la verdad e importantes grados de libertad a cambio del aplauso fácil, por el otro, en una guerra de trincheras que no es nuestra…
Esta difícil coyuntura ha tensionado y puesto a prueba las convicciones políticas de muchos que han preferido replegar posiciones y optar por la alternativa fácil de hacer lo que es popular en las redes sociales
Por momentos, pareciera que demasiados han perdido la fe en la democracia (¿alguna vez la tuvieron realmente?) y no se escuchan voces fuertes, firmes, claras, sin temor a correr riesgos, a hacer lo que es correcto, justo y bueno. No en número suficientes al menos. No se escucha la voz de liderazgos valientes que aboguen por el diálogo democrático para construir todos juntos, unidos y diversos, un camino hacia el reencuentro y la paz social. Así es como los ciudadanos comunes y corrientes, los que trabajamos para ver surgir a nuestra familia, los que no participamos en las grandes decisiones políticas, nos hemos ido quedado solos.
Y ahora ¿quién podrá defendernos?
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J.A.
Don Juan Enrique, comparto con Ud. que la situación es particularmente compleja, y tal vez la lucha entre portalianos y populistas es parte del escenario, pero me parece que el asunto nos trasciende. La globalización y las redes sociales han hecho que seamos otra caja de resonancia de todo tipo de reivindicaciones y conflictos mundiales. Estamos entrando en una nueva etapa en que nadie tiene claro hacia donde irá.