La decisión de Wikileaks de difundir más de 250.000 documentos del Departamento de Estado revela no sólo la fragilidad del “secreto” en asuntos sensibles para Estados Unidos, sino también la vulnerabilidad que puede tener cualquier Estado frente a las plataformas tecnológicas.
El tema trasciende al debate de cuánto control estatal debe o no tener la información que circula por la web, ya que apunta a algo aún más básic,o como es la capacidad del Estado para cautelar su propia información crítica. Eso, en sí, es un tema extremadamente complejo, ya que comporta la seguridad de las redes digitales, pero especialmente los hábitos de seguridad en materia de información, es decir, el factor humano.
No cabe duda de que los informes que se han dado a conocer deben haber sido enviados al Departamento de Estado por medios cifrados desde las distintas legaciones diplomáticas, pero nada de eso sirve sin una adecuada cultura organizacional que valore la reserva de la información.
¿Por qué es crítico lo que revela WikiLeaks? Lo fundamental, más allá de los contenidos puntuales de los mensajes, es que afecta la confianza del sistema. Los mensajes en sí no difieren de las prácticas de cualquier diplomacia, cuyos informes rutinarios pueden ser más o menos descarnados según el tema o la pasión del funcionario que redacta.
Lo que no se puede pretender es que los sutiles códigos diplomáticos que se usan frente a un Estado sean también extensivos para informar a su propio gobierno de la realidad que enfrenta. La diplomacia debe moverse en ambos sentidos y saber adaptarse a los códigos que demanda cada modalidad. El problema es que el discurso diplomático que podríamos denominar “interno” ha quedado expuesto al escrutinio general pero principalmente de aquellos a que hace referencia. ¿En qué pie quedan, de ahí en adelante, los embajadores y el personal diplomático?
Probablemente los efectos visibles sean pocos, pero se notará en un trato más frío, en asuntos postergados o temas que irán tomando rumbos indeseados. Pero también cabe hacerse la pregunta ¿cómo quedan los mencionados en esos mensajes? Es difícil ponderar la incomodidad de más de un mandatario tocado ante calificativos personales o la revelación de ciertas políticas hacia terceros Estados. En este sentido, el alcance de los daños trasciende a la sola diplomacia estadounidense.
Al problema del “pecado de origen” relacionado con la fuga de información, se añade la dudosa concepción que ampara al sitio Wikileaks, cuya finalidad no parece apuntar a denunciar los abusos del Estado, sino a revelar todo tipo de información de la manera menos discriminada posible. De hecho, el fundador del sitio, Julian Assange, estructuró su espacio utilizando servidores en países que no presentaran restricciones legales. Por otra parte, antes de publicar los documentos los mandó a cinco medios diferentes (The New York Times, Der Spiegel, The Guardian, El País y Le Monde) los cuales optaron por publicar. Esto implica que Wikileaks de alguna manera se ha asilado en la libertad de prensa sin ser un medio periodístico.
El sitio tiene el respaldo implícito de los grandes medios que optaron unánimemente por hacerse parte de estas revelaciones. Se entiende la valoración informativa que han hecho estos medios, pero con ello han validado tal vez muy livianamente lo que está realizando WikiLeaks. ¿Es suficiente con ofrecer derecho a réplica a los afectados para que los medios puedan sostener haber obrado con justicia? ¿Es legítimo que publiquen documentos que han sido sustraídos a su propietario y que su difusión daña los intereses de éste? Al parecer, el criterio apunta a que sí, pero el asunto es cuestionable. Por ahora, el público seguirá impactado con las revelaciones de la diplomacia descarnada, pero esta cuestión al final pareciera ser la menos sorpendente.
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Foto: Fräulein Schiller / Licencia CC
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