La importancia del programa es un lugar común dentro de los círculos de opinión allegados a la Nueva Mayoría. Si este diagnóstico devenido en lugar común llega a tener un correlato práctico fuerte, la tensión entre los dos modos de entender la política de izquierda amenaza con convertirse en una fuente permanente de inestabilidad.
Llama la atención que en Chile el conflicto de Venezuela haya alcanzado tanta importancia en tan poco tiempo. De un día para otro el tema dejó de ser de la competencia exclusiva de los analistas internacionales, para posicionarse en la boca de todos aquellos actores interesados en los asuntos políticos.
Nunca se había visto que la revolución bolivariana gatillara tantas y tan opuestas opiniones. Es de suponer que los hechos recientes hirieron una fibra del arraigado sentido común, una que dice relación con la ubicación de la violencia política en el espectro ideológico, a saber, que la intimidación y la persecución derivados del odio son instrumentos de la derecha.
Con el propósito de mostrar cuán arraigada está esa idea en el sentido común, no se necesita ir muy lejos en la historia chilena. Basta con recordar el intenso debate a propósito de los 40 años del golpe de estado. Entonces pudimos ver a la izquierda condenar con todas sus letras el terrorismo de estado, y del otro lado a una derecha silente, arrepentida de su complicidad en el mejor de los casos.
Con el propósito de mostrar que la herida existe, basta con señalar que el debate al interior de la izquierda se intensifica en el mismo instante en que un gobierno elegido democráticamente e ideológicamente afín, comienza a ejercer sobre sus ciudadanos niveles de represión cercanos a un autoritarismo.
Teniendo eso en mente, es fácil ver que las contradicciones del conflicto en Venezuela que ha permitido vislumbrar en el sentido común hacen que el asunto, por el lado de la violencia, obligue a la izquierda a buscar una salida coherente con su pasado reciente. La izquierda, en líneas generales, ha utilizado dos estrategias, incompatibles entre sí.
Uno, señalar que el ejercicio de la violencia es inconciliable con los principios de un sistema de gobierno democrático (efecto práctico: se condena la violencia venga de donde venga). Dos, denunciar un mal mayor (efecto práctico: se defiende la violencia ejercida por el oficialismo, se condena la violencia ejercida por la oposición). Entendemos que son incompatibles pues esta segunda estrategia pasa por alto el punto de la primera: no importa el proyecto político que se defienda, la violencia no es una vía adecuada para llevarlo a cabo.
Por supuesto, este debate tiene sus ramificaciones. Ambas estrategias, en el fondo, van acompañadas de una opinión distinta en lo tocante a la prioridad de los mecanismos institucionales en una democracia.
Para la izquierda que se identifica con la primera estrategia el cauce natural del conflicto político son los órganos de representación en sentido lato. Desde ese punto de vista, la primera prioridad del gobierno venezolano, si quiere detener la violencia vivida en las últimas semanas, debería ser la reconstitución del poder legislativo, diezmado en sus atribuciones y amenazado en su constitución, y el aseguramiento de la independencia en las organizaciones independientes del Estado, como los sindicatos.
Por su parte, los que favorecen la segunda estrategia no han puesto reparos a la extraña configuración del poder presidencial en Venezuela, en donde el decreto está por encima de la ley. Desde ese punto de vista, la primera prioridad del gobierno venezolano, si quiere detener la violencia de los opositores, es insistir en los medios empleados. Cuán lejos está dispuesta a llegar esta facción de la izquierda en su defensa del proceso bolivariano es una pregunta aún abierta. Que el gobierno de Nicolás Maduro gane la guerra económica y detenga a los golpistas son, por el momento, sus únicas preocupaciones.
No cabe esperar que esta diferencia de opiniones llegue a ser resuelta. Puede, sin embargo, suceder que el conflicto en Venezuela sea relegado a un segundo plano y que, por consiguiente, perdamos de vista que en Chile, en lo que respecta a la relación entre violencia y cambio social, existen dos izquierdas.
El anterior se vuelve un punto significativo cuando consideramos la proximidad del traspaso de mando. A estas alturas, la importancia del programa es un lugar común dentro de los círculos de opinión allegados a la Nueva Mayoría. Si este diagnóstico devenido en lugar común llega a tener un correlato práctico fuerte, la tensión entre los dos modos de entender la política de izquierda amenaza con convertirse en una fuente permanente de inestabilidad.
Comentarios