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Un Estado negacionista

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Ayer en una sesión del Congreso, el diputado Ignacio Urrutia, miembro del cada vez más alicaído Partido Republicano, dejó entrever en el fondo de su lugar de trabajo un cuadro que contiene una imagen de Augusto Pinochet. La incredulidad y la rabia de las personas se hizo sentir. Entre ello se preguntaban, pese a conocer el perfil que históricamente ha tenido el parlamentario, cómo era posible que aún hubiese permisibilidad en el Estado, de que se honre la memoria de la persona responsable de las eras más oscuras de Chile.


¿De qué manera podemos confiar en un nuevo pacto, si las bases del pacto establecido al reiniciar la democracia ya estaban mal hechas y fueron rotas de la manera en que se prometió no volver a hacer las cosas?

La verdad de las cosas, es una pregunta interesante que va más allá del hecho de que un diputado lo destaque frente a un cierto público, pues nuestro Estado no reconoce abiertamente la existencia de una dictadura cívico-militar entre 1973 y 1990.

Tras el retorno a la democracia, la tónica fue clara. Esto no se debía repetir. Y para ello, se debía llegar a una verdad clara y oficial, y proceder con todos los gestos de reconciliación que de ello derivase. Durante una década los esfuerzos estuvieron en la clarificación de los hechos acontecidos durante esos 17 años, en la que llegamos a la conclusión de que hubieron gravosos crímenes de lesa humanidad perpetrados por los aparatos dictatoriales mediante un terrorismo de Estado severo en dos períodos distintos, entre 1973 y 1978, y después en toda la década de 1980. Se resolvió que el entender que hubo una era de polarización previa que fue conflictiva para nuestra ciudadanía, no era lo mismo ni daba chance a justificar lo acontecido durante esos años, y surgieron 2 informes que levantaron el velo respecto a los asesinados, ejecutados, torturados y apresados de maneras que escapaban a lo que generalmente visualizamos.

Se resolvieron medidas de reconciliación, se crearon entidades nuevas para proteger la memoria de los hechos ocurridos, algunos poderes del Estado hicieron gestos y también accionaron, como la Corte Suprema, cuando en el fallo por el caso rol 469-98, dejó sin efecto el Decreto Ley 2191, la controvertida “Ley de Amnistía”, que rige para los que perpetraron los crímenes en el primer período mencionado previamente, y por un momento, para la sociedad eso bastó.

El asunto es que buscamos la verdad, la reconciliación, pero nos saltamos la justicia. Y es que llegar a ello en los primeros años era difícil teniendo en cuenta que existía un Pinochet inamovible en las ramas castrenses, y una actuación bajo razón de Estado por parte de los poderes. Intentar mover una sola pieza apretando a Pinochet significaba una amenaza abierta a las Fuerzas Armadas, lo cual derivaba en persecuciones y acciones de afrenta, y la tónica fue por muchos años así, al punto de que se cerraron causas aduciendo la institución maquiavélica de manera abierta como en el Caso Pinocheques.

Aún existiendo tribunales de justicia que dieran chance a accionar en contra de militares retirados, y poderes que reconocían que en dicha era hubo tortura, el Estado nunca ha ido más allá e innovado en cuanto refiere al pensamiento que tiene sobre esa era.

Hasta hace poco, el MINEDUC se resistía a llamar abiertamente a la dictadura como tal en sus mallas, pues existía una fricción muy alta en cuanto a denominarlo como tal. Varios de los decretos leyes y decretos supremos de dicha era que siguen vigentes hasta el día de hoy, como el Decreto Supremo 1086 de 1982, o el mismo Decreto Ley 2191, siguen estableciendo que Pinochet era “Presidente de la República”. Para que mencionar los eternos compromisos de ambos lados de cerrar centros penitenciarios especiales como Punta Peuco, o el de derogar leyes como el mismo Decreto Ley 2191, que se quedan en la nada.

Aún con la verdad establecida, nuestro Estado es incapaz de reconocer que lo que ocurrió entre 1973 y 1990 fue una dictadura, y eso es un grave problema si queremos mirar hacia un pacto social a futuro.

Pues los votos con los que la democracia regresó en 1990, se rompieron el 14 de noviembre, cuando Piñera amenazó abiertamente con sacar a los militares si no se lograba un nuevo acuerdo, y nuestra clase política acalló hasta sacar adelante el trato.

El uso de las FF.AA como instrumento de terror de la sociedad en democracia es impermisible y condenable, pero díganme ¿qué labor se ha hecho para que el Estado no razone de la misma manera? ¿qué detiene a las instituciones para que sigan siendo ambiguas y dando permisibilidad a situaciones que se pueden ir agravando en el futuro?

Es necesario que nuestra clase política empiece a saldar sus deudas con los gestos de reparación y justicia que enuncian y deben. Es necesario que oficialicemos lo que ocurrió en Chile en esa época oscura sin ninguna anestesia, y que cambiemos los vocablos que hoy utilizamos oficialmente para referirnos a todo lo que la involucra.

¿De qué manera podemos confiar en un nuevo pacto, si las bases del pacto establecido al reiniciar la democracia ya estaban mal hechas y fueron rotas de la manera en que se prometió no volver a hacer las cosas?

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