Como buenos hijos de España, los chilenos tenemos como sociedad varias cosas en común con nuestra Madre Patria, pero también con los pueblos mediterráneos en general. Mal que mal somos y seremos siempre latinos, herederos en última instancia de la cultura romana que se expandió y asentó por siglos en las orillas del Mare Nostrum. De Roma hemos heredado el idioma, el derecho, el concepto de república, costumbres gastronómicas y de relacionamiento humano y la cultura cristiana católica, etcétera. No es que los chilenos seamos tan directos hijos de Roma como lo son los italianos, su vástago más parecido, pero últimamente no se puede evitar pensar que hay “malas costumbres latinas” que se replican entre hermanos.
Luego de la dictadura fascista de Mussolini y de la estrepitosa derrota en la Segunda Guerra Mundial, con ocupaciones alemana y aliada incluidas, Italia se convirtió en una República con una democracia liberal burguesa, inserta en la Europa Occidental capitalista de la Guerra Fría. Por décadas la política italiana se sustentó en el dominio de la Democracia Cristiana de centro derecha y el Partido Comunista de izquierda, pero que con los años se fue moderando y alejando de su referente soviético.
En los ’70 el PCI a través de Enrico Berlinguer llegó a plantear la tesis del Compromesso Storico, una colaboración entre el PCI, la DC y el Partido Socialista para proteger la institucionalidad democrática, en medio del turbulento período de los Anni di piombo (“Los años de plomo”), caracterizados por gobiernos que no duraban más que días, mientras que en las calles se batían a duelo grupos de ultraizquierda y neofascistas. Luego vinieron el asesinato del Premier Aldo Moro, la estrategia de la tensión y la Operación Gladio, culminando en los ’90 con una podredumbre absoluta que convirtió literalmente el Parlamento en un basurero.
En medio de la política oficial mantenida por décadas por la clase dirigente, de guardar el statu quo con tal de no caer en la anarquía de la efervescencia de la calle, ésta acabó relacionándose con las mafias y los grandes grupos empresariales, generando redes de corrupción que contaminaban el sistema político. Los que dijeron hacer odo en nombre de la estabilidad del país, finalmente hicieron todo para consumar su inestabilidad. Los partidos tradicionales entraron en una crisis con el proceso Mani Pulite (“Manos limpias”), una operación policial judicial que descubrió redes de corrupción, soborno, extorsión, y financiación ilegal de casi todas las tiendas con representación en el Parlamento. Como ejemplo del alcance de la crisis, la causa judicial se inició con la detención del socialista Mario Chiesa en el mismo momento en que recibía en su oficina un soborno de 7 millones de liras, mientras que el Primer Ministro de esa entonces, Bettino Craxi, acabó sus días autoexiliado en Túnez escapando de la justicia. A todo esto la opinión pública italiana le bautizó coloquialmente como Tangentopoli, o sea “La política del soborno”.
El gran beneficiado de la Tangentopoli fue un empresario con su base de operaciones en el norte rico e industrializado, cuyo nombre era poco conocido en el resto del país: Silvio Berlusconi, un populista de derechas que aglutinó en torno suyo a conservadores, ex democratacristianos, independentistas norteños, neofascistas e independientes indignados con la podredumbre del sistema. Ya se sabe el resultado: Berlusconi hizo lo que quiso, gobernó para sus amigos y convirtió la oficina del Premier en un prostíbulo VIP.
¿Y todo esto qué tiene que ver con Chile? Desde Sebastián Piñera a José Miguel Insulza, varios políticos chilenos de distintos partidos se han esmerado en reiterar una y otra vez en la prensa que los hechos de corrupción en nuestro país son “puntuales”. Puede que sean muy escandalosos, inaceptables, vergonzosos, pero nunca generalizados. No importa que estén involucrados militantes de izquierda, centro y derecha, senadores, diputados, miembros de la familia de la Presidenta, ex ministros y subsecretarios de estado. No, para ellos no es generalizado y Chile sigue siendo un país probo con una clase política austera, recia y proba. Todo sea por mantener la imagen país, y por seguir cuidando la democracia protegida, en nombre de la cual se dieron tantas concesiones a los militares, a los ultraconservadores y a los grandes empresarios.
La tangentopoli a la chilena no dejará de existir por frenar las filtraciones a la prensa y que nadie sepa nada, tampoco es posible a estas alturas volver a los diáfanos días de la transición en que la gente había perdido total interés por la vida pública y se enfocaba a consumir, porque esos consumidores empedernidos que crearon hoy, se sienten estafados.
Lo último ha sido una indicación al Código Penal enviada al Congreso por el Ejecutivo, con el auspicio de la Fiscalía Nacional, que pretende sancionar con cárcel a quienes filtren informaciones de investigaciones en curso del Ministerio Público, aumentando además los plazos de reserva de 40 a 90 días. No hay que ser un genio para saber que la indicación en cuestión nace motivada por la necesidad de los políticos de protegerse del asedio de la prensa, que gracias a las filtraciones ha podido informar oportunamente a la opinión pública sobre cómo políticos y empresarios han violado leyes fundamentales de la nación. Mientras tanto, los mismos políticos que quieren aprobar este cambio legal en nombre de la protección del derecho a la presunción de inocencia, pretenden reinstaurar la detención por sospecha. ¿Cómo es posible que exista tanta preocupación por la presunción de inocencia de políticos y empresarios, mientras que se permite que un canal de televisión abierta muestre detenciones a rostro descubierto en horario prime? Los ejecutivos de dicho canal no irán presos por haber violado la presunción de inocencia del lanza o del mechero, o del borrachito de la calle, al contrario, se les premia con rating y publicidad.
Por mucho que Insulza y Piñera lo nieguen, y que Novoa, Longueira, Rossi, Orpis y tantos otros inventen excusas de ridícula victimización, en Chile tenemos nuestra propia tangentopoli. Una tangentopoli bien a la chilena, porque claro, aquí no hay maletines negros llenos de billetes como en Italia, sino que boletas y facturas, y en vez de que el Primer Ministro deba salir arrancando presionado por los hechos, aquí los políticos pretenden hacerse una ley ad hoc para que la prensa les deje de molestar. Pero lo demás es lo mismo. Un ex subsecretario cometiendo cohecho con un mineral estratégico que podría asegurar el futuro del país, un ex ministro haciendo una ley a la medida de grandes empresas a las que literalmente regala los recursos de uno de los mares más ricos del mundo, políticos autodenominados como “de izquierda” aceptando dinero del yerno del dictador Pinochet. Y de pronto, hasta el outsider, el que se pretendía salvador y Mesías de la democracia, se ve envuelto en una peligrosa relación con una de las constructoras involucradas en el Petrolão, y para colmo se ve involucrado con financiamiento de la empresa del yerno del hombre que mandó ¡a matar a su padre! Izquierdas, centro, derechas, viejos, jóvenes, pinochetistas y admiradores de Allende, hay de todo en el saco de los emisores de boletas, lo que hace extender sobre la gente un manto de duda, desconfianza, que se une a la rabia de las colusiones y las estafas. Y luego tienen el descaro de indignarse por ser objeto de burlas y críticas por parte de los humoristas del Festival de Viña. Parece que no entienden nada.
La tangentopoli a la chilena no dejará de existir por frenar las filtraciones a la prensa y que nadie sepa nada, tampoco es posible a estas alturas volver a los diáfanos días de la transición en que la gente había perdido total interés por la vida pública y se enfocaba a consumir, porque justamente esos consumidores empedernidos que crearon hoy se sienten estafados. Pero el peligro es que estos indignados que desbordan ira, desprovistos de toda ideología e ideal trascendental de sociedad, buscarán -entendiblemente- a un salvador que venga a barrer la basura acumulada, alguien que no esté asociado con la “política” esa palabra que perciben como sucia por obra de los propios políticos -y claro está, por la obra despolitizadora de Jaime Guzmán y Pinochet-, alguien de fuera que pueda poner orden y re encauzar el país.
Así es como nacen los populismos, no a través de asambleas constituyentes como tanto teme la derecha, sino como canalizador de la expresión de la rabia de una sociedad despolitizada y deseologizada que se vuelve contra la política. Nuestra tangentopoli, a no ser que la clase política entienda que debe abandonar la lógica proteccionista de la transición para entregar cuotas de poder al Pueblo, puede entregarnos a nuestro propio Silvio Berlusconi, a nuestro propio Donald Trump, o quién sabe, hasta algo peor.
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