En este siglo XXI, el desarrollo económico y social global está estrechamente ligado con los problemas y propuestas medioambientales. La relación se presenta como particularmente evidente en Latinoamérica, donde las economías nacionales muestran una alta dependencia de la apropiación extractivista y exportación de materias primas (commodities).
Es así como, en la primera década del siglo, hemos vivido novedades relevantes en cuanto a las perspectivas pensantes del asunto. Destaca en este panorama el resultado de la Asamblea Constituyente del Ecuador que da sustento jurídico, por primera vez, a unos derechos de la Naturaleza y Pachamama, articulados con el proyecto de país del buen vivir/sumak kawsay, como alternativa de ese desarrollo socioeconómico (2008). Como se aprecia, también es relevante la incorporación de una lengua indígena a la letra de una Constitución. Dicho fenómeno indica hacia la nueva importancia de los aportes ancestrales a las formas de convivencia social y valores fundamentales de las estructuras institucionales. Creemos que con ellos se da toda una nueva consideración de las formas indígenas como insumo del pensamiento cultural de las sociedades Latinoamericanas. No menor resulta aquí la resignificación de los proyectos sociales sustentables a la luz de experiencias como el sumak kawsay.
Según expresa Eduardo Gudynas, pensador uruguayo de estos temas, la sustentabilidad se ha multiplicado en distintas interpretaciones dependiendo de dónde se ponga el acento: si en las necesidades humanas, en las futuras generaciones, o en la conservación de la biodiversidad y la concepción de la Naturaleza. La pluralidad y la diferencia caracterizan actualmente los discursos de la sostenibilidad, muy de acuerdo con una predisposición cultural occidental de inicios del siglo XXI.
Gudynas llama sustentabilidad débil las políticas que enfatizan las “soluciones” técnicas en relación con “problemas” ambientales del desarrollo. Hablamos aquí de tecnologías que disminuyen o evitan diversas formas de contaminación de los aires, suelo y aguas por todo el planeta. Paradojalmente, en esta sustentabilidad débil importa, sobre todo, la capacidad de control y gestión de las relaciones de las sociedades con la Naturaleza. El lenguaje de la ciencia económica moderna se aplica a las cuestiones ambientales como una racionalidad que ordena y preside esas relaciones. Las concepciones instrumentales y de utilidad de la Naturaleza se generalizan.
Por sustentabilidad fuerte entiende las políticas que interpretan las soluciones técnicas y la valoración económica de la Naturaleza, agregando un factor de preservación de las cualidades ambientales. Destacan, aquí, unos derechos humanos que incluyen aspectos sociales, culturales y ambientales. Se habla de un ambiente natural “sano”; se protege un ambiente adecuado a una “calidad de vida”. Son derechos antropocéntricos, que parten y regresan a lo humano. Son políticos más que tecnocráticos en cuanto lo ambiental deriva de unas demandas ciudadanas a los Estados nacionales.
Las doctrinas de derechos de la Naturaleza, pues, y del llamado buen vivir, se inscriben en este tercer significado. De alguna manera, este discurso expresa un cambio de paradigma cultural, de mundo
La sustentabilidad súper-fuerte propone una interpretación plural del “valor” de la Naturaleza y del sentido de las tecnologías: los lenguajes de la economía y la ingeniería en un sentido amplio son insuficientes. Se dan, afirma, cuestiones ecológicas, éticas, estéticas, teóricas, espirituales de la Naturaleza, dependiendo de múltiples formas culturales. Se habla, aquí, de patrimonio natural en lugar de capital natural. Entonces se postulan “valores propios” de los elementos de la Naturaleza. Formas de vida no-humanas y elementos geográficos tienen, aquí, un estatus independiente de su instrumentalización o utilidad para las sociedades humanas. Se usa hablar de un paradigma “biocéntrico”, pero entonces quedan afuera los elementos inanimados de los sistemas ecológicos -los ríos, por ejemplo, las cordilleras y sus montañas y volcanes-. Mejor sería, entonces, hablar de una concepción ecocéntrica de la Naturaleza.
Las doctrinas de derechos de la Naturaleza, pues, y del llamado buen vivir, se inscriben en este tercer significado. De alguna manera, este discurso expresa un cambio de paradigma cultural, de mundo. Como algo semejante podría afirmarse de corrientes de la “ecología profunda” occidental, notamos coincidencias a destacar. Por la calidad del modo de transformación que lideran, sus resultados políticos primeros resultan ambiguos e inestables. Incluso respecto del proceso constituyente abierto en Chile este 2019, se han escuchado voces que proponen incluir estas doctrinas en la nueva carta fundamental.
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