Todos conocen el cuento de Robin Hood, pero muchos lo mal entienden. La mayoría lo resume a una idea simplona de justicia –aunque muy presente- en que el héroe de Sherwood roba a los ricos para darles a los pobres. Y listo, se hizo justicia.
La leyenda anónima no narra eso, sino la oposición de un noble contra la prepotencia del Estado a manos de un gobernante, el príncipe Juan sin Tierra, que entre otras cosas recurría a la coacción y la amenaza en el uso de la fuerza, para hacerse de las riquezas de campesinos, sobre todo de aquellos que se oponían a su dominio o cuestionaba sus métodos.
Es decir, Robin Hood no se oponía a la desigualdad o la pobreza como la mayoría presume erróneamente. Se enfrentaba esencialmente al privilegio que el tiránico Juan construía a punta de coacción sobre la gente, para él y su séquito de seguidores, a quienes prometía tierras e inmunidades varias (pues “estaba convencido de que los normandos eran una clase superior y de que sólo a ellos les correspondía el poder”). ¿Le suena?
Todos esos privilegios los construía, pasando a llevar derechos tan básicos de las personas -que campesinos y artesanos respetaban de manera consuetudinaria desde hace siglos- como el respeto a la propiedad de otro, el ser dueño del producto del trabajo, y el derecho a llevar a cabo libres intercambios. Es decir, pasando a llevar los medios económicos voluntarios y pacíficos. Y desconociendo el valor del trabajo y del esfuerzo.
Por eso, contrario a lo que se piensa, Robin Hood no era un igualitarista sino un libertario. No robaba a quienes tenían más por el hecho de tener más, sino a quienes se habían adueñado de la riqueza de otros, por medio del uso o amenaza en el uso de la fuerza, ya sea mediante invasión, robo o fraude, como eran los impuestos arbitrarios del rey Juan.
Robin Hood finalmente parecía defender una especie de cláusula lockeana o una teoría de la intitulación, donde la propiedad es ilegitima si surge del fraude, la invasión o el robo; y es legítima sólo si surge del trabajo, la herencia, la donación y el libre intercambio. Por ello, al asaltar los cargamentos con tributos para el rey Juan (que no es lo mismo que salir a asaltar a cualquiera por tener más) estaba ejerciendo el principio de rectificación.
La discusión actual en torno a la desigualdad y la igualdad conlleva el mismo error de interpretación en cuanto a la historia de Robin Hood. La mayoría cree que el problema de la desigualdad se soluciona “reasignando recursos” –incluyendo coacción-, quitándoles a unos –a los que se considera ricos- para darles a otros –que se considera pobres- como si todo fuera estático.
Un error habitual ligado con lo anterior, es culpar al abstracto libremercado –la falta de Estado, regulación- de las desigualdades, sin tomar en cuenta la propia acción estatal en favor de los privilegios existentes. Se olvida que el rey Juan y sus amigotes mercantilistas no se hacían ricos por actuar en el libre mercado, sino por su monopolio en el uso de la fuerza, para, entre otras cosas, cobrar impuestos a destajo a quienes se les antojaba (nunca a sus amigos obviamente).
El rey Juan -al igual que muchos vulgos liberales- no era un genuino defensor del libre mercado y la propiedad privada, sino al contrario, era un estatista perverso, que usaba el poder coactivo para apropiarse de manera ilegítima de lo que otros producían -cobrando impuestos- mientras al mismo tiempo favorecía a sus círculos cercanos con lo típico, exenciones tributarias y subsidios.
Pocos visualizan que el problema de fondo que aqueja a nuestras sociedades es el mismo que ha aquejado a todas las sociedades en la historia, y ese inconveniente no es la desigualdad, sino que la estructura de privilegios que se ha constituido históricamente desde el poder, tal como lo hacía el rey Juan. Es decir, desde un poder organizado y coactivo, surgen toda clase de privilegios y por ende desigualdades. Y en esto, da lo mismo quien detenta ese poder o los creativos nombres que se coloque (líder revolucionario, eterno, el mejor gobernante, el libertador).
Las cargas impositivas como las que el rey Juan imponía, y que Robin Hood recuperaba, se sustentaban no en un orden espontáneo, sino en una vieja forma de “captación de riqueza, ahora llamada regulación económica”, el derecho a cobrar impuestos, primero por gracia divina, ahora por gracia del derecho positivo. Todos, mecanismos de poder, a favor de de las castas y élites dominantes y parasitarias del rey de turno. Y en eso, lo que erróneamente se llama desregulación, más bien opera la mano de lo que llamamos Estado, o sea, el monopolio en el uso de la fuerza.
A lo largo de la historia, los privilegios de clase y de las castas de diversa índole, no surgen de un supuesto orden espontáneo, ni de un estado de naturaleza, ni del darwinismo económico, ni del libre mercado, sino de la acción notoria y coactiva del Estado (sin importar las formas y nombres que este ha tomado a lo largo de los siglos). Piense en los monarcas de antaño como el rey Juan ¿Cómo surgían sus privilegios y su poder y riqueza, que aún son vigentes? ¿Por una cuestión espontánea, por libre competencia y libre intercambio?
Estos errores de interpretación llevan a errores en las soluciones propuestas, incluso al filo del totalitarismo en nombre de la igualdad. Equívocamente, la respuesta que algunos ven ante la coacción, es más coacción. Así, algunos plantean que las ciudades simplemente ardan. Otros, de manera textual llaman a “erradicar el individualismo” de la sociedad, para alcanzar mayores niveles de igualdad y para acabar con la pobreza.
Pero ¿Cómo harán eso, por ejemplo? La respuesta no es otra que desde la prepotencia estatal. Así lo fue durante el totalitarismo soviético, por ejemplo. Probablemente Robin Hood también habría sido perseguido por la KGB.
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Foto: The Guardian
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