Si la «nueva» coalición nació muerta y sin nombre, entonces lo mejor sería una transición democrática total, que no niegue su pasado pinochetista (pues es innegable) pero sí lo condene y lo niegue como principio exaltador…
La derecha chilena vive sus peores momentos de legimitidad y credibilidad frente a la opinión pública y a su electorado. Su crisis de legitimidad no es sólo por el estallido del caso Penta y el financiamiento corrupto de campañas políticas de sus militantes. Su crisis de legitimidad también radica en el origen de los partidos de la derecha, es decir en su identidad. Nacidos al alero del pinochetismo y autoconcebidos como portadores del rol defensor de «la obra» de la dictadura: garantes de la constitución, de la «estabilidad política» y del «crecimiento económico». En otras palabras, aún no logran superar el derrumbe democrático de 1973 en el cual participaron y propiciaron. No han vivido su propia «transición democrática», como sí lo hizo el país en los 90. Prueba de ello es el minuto de silencio pedido por la UDI en el Congreso el 2014 por Pinochet. Nada más atávico y antidemocrático en un contexto de mayoría política y mediática favorable a la izquierda y ultraizquierda. Por otro lado, la derecha se halla sola en su rol de fiscalización del oficialismo y actos de gobierno, pues su crisis de credibilidad es tal que el Gobierno ya no tiene necesidad de atacar a la oposición política, sino a toda oposición extrapartidaria o institucional que no comparta sus principios con la amenaza recurrente de quitarles los escasos recursos públicos, y volviéndose una arma peligrosa de coerción del Gobierno.
La crisis de la Derecha no debe dejarnos indiferentes. Resulta preocupante incluso para el propio oficialismo, pues el propio Andrade reconoce que una democracia madura y sana requiere de una oposición política fuerte, con credibilidad y legitimidad, con poder fiscalizador y con propuesta alternativa para gobernar el país. La conformación de un partido único parece una idea descabellada y tiene aspecto de ser una medida disciplinaria más que la unidad de una coalición que tenga una visión clara y un proyecto democrático alternativo.
Si la «nueva» coalición nació muerta y sin nombre, entonces lo mejor sería una transición democrática total, que no niegue su pasado pinochetista (pues es innegable) pero sí lo condene y lo niegue como principio exaltador; que revise sus principios; que se vincule más con la ciudadanía y menos con los bancos; que proponga alternativas, más que mantener el statu quo; que muestra unidad y menos fraccionamientos e ingobernabilidad interna; que fiscalice más al Gobierno; y que busque menos empatar o enlodar a sus adversarios con sus propias faltas. De lo contrario, están condenados a perder. Perder la batalla ideológica, perder la batalla mediática, desprestigiar todos los principios que defienden (meritocracia, libertad, emprendimiento, lucro) y constituirse en una minoría insignificante, autoritaria y sin proyectos alternativos, y a ser reemplazados como segunda fuerza política y por tanto como oposición, dando paso a los caudillismos y movimientos unipersonales, pues aún no hay una alternativa sólida y partidaria que reemplace a la Derecha.
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